

Desnudó al Príncipe en el patio de la Asamblea, pero cuando él llamó a sus guardias, ella se arrepintió de sus acciones.
Cuando Edet regresó a la escuela como estudiante transferido, nadie sabía que pertenecía a la realeza. Vestía como todos nosotros. Su uniforme estaba descolorido, sus sandalias parecían heredadas de tres hermanos mayores, y su rostro siempre estaba empapado de sudor y humildad.
Pero lo que ninguno de nosotros sabía era que Edet no era un estudiante cualquiera. Era el único hijo del rey Okon del Reino de Obudu, un poderoso monarca conocido mucho más allá de las fronteras de nuestra ciudad. Edet había sido enviado en una misión encubierta para comprender cómo vivían los pobres, para ser humilde y para experimentar las dificultades de la vida cotidiana de primera mano antes de ascender al trono algún día.
Yo era el Prefecto Principal de la escuela y gobernaba con reputación de ser firme y temido. Había pasado tres años forjando esa reputación, y no me tomaba las faltas de respeto a la ligera. El primer día que Edet regresó, llegó tarde. Ese fue su primer error, a mi entender. Pero, para ser sincera, lo que realmente empezó todo no fue su tardanza. Fue su aspecto al entrar por la puerta de la escuela. Era alto, tranquilo y tenía una seguridad serena que no necesitaba validación. No intentaba impresionar a nadie, y aun así, destacaba.
Desde el momento en que lo vi, algo dentro de mí cambió. Estaba enamorada de él. Sus ojos profundos, su voz serena y la forma silenciosa en que pasaba junto a todos, como si el mundo no fuera lo suficientemente rápido como para atraparlo; todo me atrajo. Ese mismo día, durante el recreo, encontré la manera de encontrarme con él a solas detrás de la biblioteca de la escuela.
“Hola”, dije, intentando no parecer nerviosa. “¿Eres nueva, verdad?”.
Asintió.
“Soy Amara”, añadí. “Prefecta mayor de esta escuela”.
“De acuerdo”, dijo simplemente.
Esa respuesta me irritó, pero sonreí.
“Si alguna vez necesitas ayuda con algo”, continué, “siempre puedes contar conmigo”. Me miró y me dedicó una pequeña sonrisa.
“Gracias”, dijo educadamente. “Pero estaré bien”.
Eso fue todo. Pasó junto a mí como si yo no fuera diferente de los demás rostros en el recinto escolar. Sin cumplidos. Sin ganas de hablar. Sin curiosidad. Solo un rechazo frío y respetuoso.
Me quedé allí, sintiéndome invisible. Ese fue el momento en que mi admiración se convirtió en amargura.
Desde ese día, lo vi de otra manera. Cada vez que pasaba y no me miraba, me quemaba por dentro. Las chicas empezaron a hablar de él, riéndose en clase cada vez que respondía preguntas o entraba al aula. Y lo peor de todo, sacaba la mejor nota en casi todas las asignaturas.
Su nombre se convirtió en el nombre que todos mencionaban. El chico que no hablaba demasiado, pero siempre sacaba la mejor nota. El chico que se mantenía impasible sin importar cuánto intentara criticarlo.
Empecé a castigarlo por nimiedades. Llegaba un minuto tarde a la escuela. Hacía ruido en clase incluso cuando estaba en silencio. No participaba en el aseo matutino. Le di castigos que hicieron que los demás estudiantes se burlaran de él. Pero no dijo ni una palabra. Simplemente los cumplía en silencio, sin protestar.
Cuanto más callado se quedaba, más lo odiaba.
Entonces llegó el día de la asamblea escolar semanal. Ese viernes por la mañana, el subdirector hizo un nuevo anuncio. Se le pidió a cada prefecto que nominara a un estudiante que hubiera desobedecido o faltado al respeto durante la semana para un castigo público.
Sabía que esta era mi oportunidad. Mi momento.
Di un paso al frente con valentía y señalé a Edet.
“Este chico”, dije lo suficientemente alto para que todos lo oyeran, “me insultó ayer detrás del bloque SS3 después de que le diera una advertencia”.
Se oyeron jadeos. Los estudiantes se giraron para mirar a Edet.
No dijo nada. No se defendió. No tembló ni entró en pánico. Simplemente avanzó con calma cuando lo llamaron.
Los profesores se volvieron hacia mí y me preguntaron qué castigo recomendaba.
“Déjame encargarme yo”, respondí con una sonrisa burlona.
Me dieron permiso. Me acerqué a él, sintiéndome poderoso y orgulloso. Quería romper la calma que siempre lo rodeaba. Quería ver por fin miedo o vergüenza en sus ojos.
Lo agarré del cuello de la camisa.
“Si no me respetas como Prefecto Mayor”, dije lo suficientemente alto para que todos lo oyeran, “entonces aprenderás a las malas”.
Y de un tirón violento, le quité la camisa delante de toda la escuela.
La multitud gritó.
Parte 2: El silencio que gritaba más que mil palabras
La camisa de Edet cayó al suelo como una bandera blanca en plena batalla.
Un grito ahogado cruzó el patio de la asamblea. Algunos estudiantes se taparon la boca. Otros soltaron risas nerviosas. Los profesores intercambiaron miradas incómodas, pero nadie intervino.
Yo me sentía… poderosa. Triunfante.
Finalmente, lo había doblegado frente a todos.
—Ahora dime —le dije con una sonrisa venenosa—, ¿quién es el Prefecto aquí?
Pero Edet no me miró con rabia, ni con miedo.
Me miró con tristeza.
Y eso me destruyó más que cualquier venganza.
—Nunca te falté el respeto —dijo en voz baja, pero su tono cargado de dignidad se escuchó en todo el patio—. Solo no quise fingir.
Mi pecho se apretó. El murmullo de los estudiantes cesó. El ambiente cambió.
El director, que acababa de llegar al patio, se abrió paso entre los presentes.
—¿Qué está pasando aquí?
Antes de que pudiera responder, un hombre en traje negro, de aspecto imponente, se acercó al director y le susurró algo al oído. El director se congeló, sus ojos se abrieron de par en par. Luego volvió la mirada hacia Edet, ahora semidesnudo, y su rostro se volvió blanco.
—¡Vístete de inmediato! —gritó, con voz temblorosa. Se giró hacia mí con una furia que nunca había visto en un adulto—. ¡Amara, al despacho. Ahora mismo!
Yo no entendía nada. ¿Qué estaba pasando?
Edet recogió su camisa con calma, se la puso sin prisa, y pasó junto a mí sin decir una palabra.
Solo me miró por un segundo, con una expresión imposible de olvidar: pena. No desprecio. No odio. Solo una profunda decepción.
Una hora después, me encontraba sentada en la oficina del director, con las manos temblorosas.
Él caminaba de un lado a otro, furioso.
—¿Tienes idea de a quién humillaste públicamente? —gritó al fin.
—Solo a un estudiante —murmuré.
El director me lanzó una mirada feroz.
—Ese “estudiante” es el Príncipe Edet Okon, el único heredero del trono del Reino de Obudu. Ha estado aquí bajo identidad protegida por orden real. ¿Sabes lo que has hecho? ¡Esto podría convertirse en un escándalo nacional!
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Mi boca se secó.
¿El príncipe?
Ese chico callado, humilde… ¿un príncipe?
—Pero… ¿por qué vendría aquí sin seguridad? ¿Por qué no lo dijeron?
—Era parte de su formación. Su padre quería que entendiera la vida común. Que no se sintiera por encima de los demás.
Entonces me di cuenta.
Mientras yo lo humillaba por no halagarme… él me estaba enseñando algo sin siquiera hablar.
Su dignidad no dependía de su corona.
La mía, en cambio, se había perdido por orgullo.
—¿Él… se quejará? ¿Me expulsarán?
El director me miró en silencio.
—No lo sé. Pero ya ha pedido permiso para retirarse del colegio. Su estancia aquí ha terminado.
Esa tarde, caminé hacia la puerta trasera del colegio, donde sabía que pasaría su auto.
Lo vi acercarse con su maleta al hombro. Sin guardaespaldas. Solo. Tal como había llegado.
Corrí hacia él.
—Edet… por favor, escúchame. Yo no sabía…
—No necesitas decir nada, Amara —respondió con amabilidad, pero sin calidez.
—¿Me odias?
Se detuvo. Me miró con esos ojos que una vez me hicieron temblar, y que ahora solo me hacían sentir pequeña.
—No. Solo me duele que alguien tan fuerte como tú… eligiera ser cruel.
Y sin más, se subió al auto. El vehículo arrancó, dejando una nube de polvo… y una lección que nunca olvidaría.
Años después…
Fui a la Universidad. Estudié Derecho. Me especialicé en Derechos Humanos.
No porque quisiera redimirme ante él, sino porque aprendí el valor de la dignidad.
Y porque nunca más quise usar el poder para aplastar a otro.
Un día, lo vi en la televisión.
Ya no era “el chico tranquilo del patio escolar”.
Era Su Alteza Real, Edet Okon II.
Y mientras lo veía saludar a la multitud con esa misma serenidad, recordé aquel día en el colegio.
El día en que desnudé al príncipe… y quedé yo completamente expuesta.
¿Quieres que escriba un epílogo romántico donde se reencuentran años después?
Epílogo – Años Después, Un Encuentro Inesperado
Cinco años habían pasado desde aquel día.
Yo ya no era la Prefecta arrogante de voz fuerte y mirada orgullosa. Había aprendido a escuchar. Había aprendido a no usar el poder para aplastar, sino para levantar. Me gradué con honores en Derecho, trabajé con comunidades vulnerables y dediqué mi vida a proteger la dignidad de aquellos que no podían defenderse por sí mismos.
Pero a pesar de todos mis logros… nunca lo olvidé.
Nunca olvidé el rostro de Edet, su calma, su firmeza, su dolor silencioso. Su mirada seguía persiguiéndome, no como un fantasma, sino como un espejo. Y cada vez que defendía a alguien ante la ley, recordaba lo que le hice.
Ese día, recibí una invitación inesperada.
“Se le extiende una cordial invitación a la conferencia de líderes juveniles en el Palacio Real de Obudu. Estimada Licenciada Amara Okoye, su trabajo en el área de justicia social ha sido ampliamente reconocido…”
Mi corazón dio un vuelco.
Obudu.
El Reino de Edet.
Mi primer impulso fue rechazar la invitación. No podía presentarme allí. ¿Y si él estaba? ¿Y si recordaba todo?
Pero algo dentro de mí dijo que debía ir. No por él. Por mí. Para cerrar un ciclo que había quedado abierto desde que lo vi alejarse en aquel coche, en silencio.
El palacio era majestuoso. Blanco marfil, techos altos, jardines como de cuento. Los guardias me recibieron con respeto, y una joven dama de compañía me condujo al salón de recepciones.
Y allí estaba él.
De pie, en el centro. Con un traje tradicional azul profundo, una faja dorada y una corona sencilla pero poderosa. Edet. Ya no era un príncipe. Era rey.
Nuestros ojos se cruzaron. Por un segundo, el tiempo se detuvo. Yo abrí la boca, pero no encontré palabras.
Él se acercó, con la misma serenidad de siempre.
—Licenciada Amara Okoye —dijo, estrechando mi mano—. Bienvenida a Obudu.
—Su… Su Majestad —murmuré, apenas audiblemente.
Me sonrió. Por primera vez en años.
—¿Puedo hablar con usted en privado?
Asentí, sintiendo que mis piernas temblaban.
Nos encontramos en una terraza lateral del palacio. El sol comenzaba a ponerse, tiñendo el cielo de naranja.
—No esperaba… esto —le dije finalmente.
—Tampoco yo esperaba invitarte —dijo con sinceridad—. Pero vi lo que has hecho estos años. Tu trabajo. Tu voz. Tu lucha por la justicia. Y… pensé que debías estar aquí.
Lo miré, con lágrimas contenidas.
—¿Me odiaste alguna vez?
—No. Pero durante mucho tiempo, desee que sintieras lo que era ser humillado sin motivo.
—Y lo sentí, Edet. Lo he sentido todos los días desde entonces. No por venganza, sino por vergüenza.
Se quedó en silencio. Luego suspiró y se acercó.
—¿Sabes algo curioso, Amara?
—¿Qué?
—Tú fuiste la única persona que alguna vez me hizo sentir algo verdadero fuera del palacio. Incluso cuando me heriste… me obligaste a entender la fragilidad del poder.
—Y tú me enseñaste la nobleza del silencio —susurré.
Nos miramos largo rato.
—¿Te quedarás unos días? —preguntó, suave.
—Depende… —dije, con una sonrisa tímida—. ¿Seré bienvenida?
Edet extendió la mano.
—Siempre.
Tomé su mano.
Y por primera vez desde aquella humillación pública, sentí que el círculo se cerraba. No como una historia de castigo… sino como una historia de redención.
El chico que desnudé en público… fue el hombre que me desnudó el alma.
Y esta vez, fue él quien me sostuvo.
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