
Un hombre sin hogar con ropa sucia y descalzo entró en la iglesia: la congregación lo miró con disgusto, pero lo que hizo el sacerdote sorprendió a todos.

Reinaba silencio en la iglesia. La gente estaba sentada en los bancos; algunos rezaban en silencio, otros escuchaban atentamente las palabras del sacerdote. Todo parecía normal, hasta que un hombre apareció en la puerta.
Iba descalzo, con ropa vieja y rasgada, con el pelo canoso y aspecto cansado. Un leve susurro se extendió por el pasillo. Todos percibieron el fuerte olor que emanaba. Algunas mujeres fruncieron el ceño, los hombres se dieron la vuelta para alejarse lo más posible de él. Nadie quería tener nada que ver con él.
El hombre sin hogar, al comprender esto, ni siquiera miró hacia los bancos. Sabía que estaba sucio, sabía que la gente “normal” no lo aceptaría. Así que simplemente se arrodilló en el suelo frío, juntó las manos y comenzó a rezar. Sus labios susurraban palabras que casi nadie podía oír.
Mientras tanto, la congregación seguía susurrando:

—¿Qué hace aquí?
—Qué vergüenza…
—No debería estar aquí. Ni siquiera en la iglesia podemos encontrar paz con ellos.
Alguien se levantó y se fue, no queriendo sentarse al lado de semejante “hombre”.
En ese momento, el sacerdote interrumpió el servicio. Bajó lentamente del púlpito y caminó hacia el indigente. La multitud se quedó paralizada. Todos esperaban que el sacerdote lo echara, pero hizo algo inesperado.
Continuación en el primer comentario.
El sacerdote puso su mano sobre la espalda del hombre y dijo en voz alta:
—Dios te envió aquí, hermano. Para que podamos ayudarte. Para que, a través de nosotros, te extienda su mano.

Después de estas palabras, el sacerdote se quitó los zapatos y se los entregó al hombre.
— Llévenlos. Ahora oren con nosotros. Hoy oraremos por su alma, por su sufrimiento, por todo lo que los obligó a vivir en la calle. Pero también oraremos por los pecados de quienes juzgan a un hombre por su ropa y miran con odio la creación de Dios. Porque el Señor nos enseñó a amar al prójimo.
Estas palabras golpearon el corazón de todos los presentes como un golpe. La gente bajó la cabeza; muchos no se atrevieron a mirarse. Sintieron vergüenza. Porque se dieron cuenta de que el sacerdote hablaba de ellos.
Esta historia nos recuerda que la bondad comienza dentro de nosotros mismos.
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