La criada negra estaba durmiendo en el suelo con el bebé. El multimillonario la vio… Y entonces ocurrió algo extraño.

—¡Maldita sea! ¿Qué demonios crees que estás haciendo? ¡Qué asco! ¡Qué asco! ¡Eso es algo que nunca se toca!

Lo sirves. Lo vigilas. Pero nunca lo sostienes.

Las palabras de Nathaniel Blake fueron tan duras como cristales rotos. Irrumpió en la habitación, arrebatando a la bebé de los brazos de Maya Williams con tanta fuerza que la dejó sin aliento.

—No, por favor. Se había quedado dormida.

No paraba de llorar. —Me da igual —espetó—. Tú eres la criada. No su madre. No eres nada.

Nada.

La bebé chilló en cuanto la arrancaron del pecho de Maya. Sonó como si algo se hubiera roto en su interior.

Sus pequeños puños arañaban el vacío. Sus gritos eran agudos, penetrantes, desesperados.

—Shh. Lily. Shh. No pasa nada, cariño.

—Estoy aquí —gritó Nathaniel.

Pero sus sollozos sólo se hicieron más salvajes, su cuerpo se retorcía, su cara enrojecida y jadeante.

“¿Por qué no para?” Maya se congeló, con el corazón latiendo con fuerza.

—Lo he intentado todo —susurró—. Solo duerme en mis brazos. Es la verdad.

Él no respondió. Simplemente se quedó rígido, mientras los lamentos de su hija se hacían cada vez más fuertes.

—Devuélvemela —dijo Maya en voz baja pero firme.

Su mandíbula se tensó.

Dije que la devolvieras. Está asustada. La estás asustando.

Nathaniel miró al bebé, luego a Maya. Su mirada era fría, pero bajo ella se adivinaba algo más: incertidumbre, reticencia… y luego rendición.

Volvió a colocar a Lily en sus brazos. La bebé se acurrucó en el pecho de Maya al instante, como si su cuerpo recordara dónde estaba la seguridad. En medio minuto, los sollozos se convirtieron en hipos temblorosos y luego en un sueño frágil.

Maya la acunó con fuerza, dejándose caer sobre la alfombra, meciéndose suavemente, murmurando sin pensar:

“Te tengo. Te tengo, mi amor.”

Nathaniel no se movió. Se quedó en silencio, observando.

Esa noche, no se dijo ni una palabra, pero la casa se sentía más fría. Horas después, Maya acostó a Lily en su cuna. Nunca cerró los ojos.

Al amanecer, la señora Delaney la encontró en el rincón del cuarto de los niños, completamente despierta y con las manos temblorosas.

—Duerme a su lado —susurró la mujer mayor, mirando a la niña que dormía pacíficamente.

Nathaniel no dijo nada durante el desayuno. Llevaba la corbata torcida y el café intacto.

La segunda noche, Maya arropó a Lily y se alejó. La niña gritó. La Sra. Delaney entró corriendo. Nathaniel lo intentó. Nada la tranquilizó.

Sólo cuando Maya regresó susurrando con los brazos abiertos, Lily se tranquilizó.

La tercera noche, Nathaniel se quedó esperando fuera de la puerta de la habitación. No entró. Escuchó. No hubo gritos. Solo una suave canción de cuna, medio tarareada.

Golpeó suavemente.

“Maya.”

Ella abrió.

“Necesito hablar contigo.”

Ella salió y cerró la puerta cuidadosamente detrás de ella.

—Te debo una disculpa —admitió Nathaniel.

Silencio.

“¿Por qué?” preguntó Maya con calma, ni tierna ni áspera, simplemente firme.

Por cómo hablé. Por lo que dije. Fue cruel. Estuvo mal.

“Lily sabe la verdad”, respondió.

No le importa el estatus ni el dinero. Solo necesita calor.

—Lo sé. Ella… ella no descansará a menos que se sienta segura.

—Lo sé —repitió—. Y no es la única.

“Lo siento, Maya.”

Un momento de silencio.

—No me rendiré —dijo—. No por ti. Porque ella confía en mí.

—Espero que te quedes —murmuró—. Por ella.

“Para ella”, repitió Maya.

Sin embargo, dentro de él, algo se desataba. Algo que creía enterrado para siempre. No confiaba en sí mismo. Pero Lily sí. Y por ahora, eso era suficiente.

A la mañana siguiente, Maya Williams se movía por la casa como una sombra. La mesa del comedor relucía, impecablemente pulida. El café recién hecho perfumaba el aire.

Ni Nathaniel Blake ni la Sra. Delaney hablaron mientras Maya se trasladaba con una manta doblada en sus brazos.

“Buenos días”, dijo con voz tranquila y con la mirada fija al frente.

La Sra. Delaney asintió con rigidez. Nathaniel levantó la vista de su tableta, con la mandíbula rígida y los labios apretados. No dijo nada. No importaba.

Maya no estaba allí por amabilidad. No predecía calidez. Estaba allí por el bebé.

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