Después de comenzar a limpiar la oficina de su marido, la esposa descubrió unos papeles extraños en su escritorio y, después de leerlos, solicitó el divorcio.

Valentina estaba de pie en medio del despacho de Yuri, agarrando un trapo. Los estantes, repletos de revistas viejas, olían a polvo y a algo agrio, como a té olvidado en una taza. Mañana Yuri cumpliría sesenta y seis años, y ella había decidido: era hora de ordenar su estudio. «Habrá una sorpresa», pensó, aunque una punzada le golpeó el pecho.

Durante los últimos años, él se había encerrado cada vez más allí, y ella se había acostumbrado a no entrometerse. Pero hoy era un caso especial.

“¿Por dónde empiezo?”, murmuró para sí misma, observando el caos. “¡Esto no es una oficina; es una especie de almacén!”

Empezó con la estantería, revolviendo libros de referencia amarillentos. Luego llegó al escritorio. Los cajones se abrieron con dificultad, crujiendo como huesos viejos. En los cajones superiores no había nada interesante: facturas, recibos, un par de bolígrafos sin capuchón. Pero el cajón inferior se resistió a sus esfuerzos. Valentina tiró con más fuerza hasta que, con un fuerte crujido, salió volando, esparciendo un montón de papeles por el suelo.

—Dios mío, Yuri, ¿qué escondes aquí? —resopló mientras recogía las hojas. Pero se le atragantó la risa al ver el documento de arriba: una transferencia bancaria. La suma: cien mil rublos. El destinatario: una tal Irina Kovalyova. La fecha: tres meses atrás. Valentina frunció el ceño. El nombre no le decía nada. Revisó los demás papeles: más transferencias, todas a la misma Irina. Y entonces: una carta. Una vieja, en papel fino con tinta descolorida.

Yuri, sé que no querías que esto pasara, pero es tuyo. Ya lleva dos años con él. No pido mucho, solo ayuda.

Valentina se quedó paralizada. Le temblaban las manos y el papel se le escapó de las manos. Tomó otra carta, y luego otra. En cada una yacía la misma historia: una mujer, un niño, súplicas.

La última transferencia estaba fechada la semana pasada. Y al pie, una nota manuscrita: «Para el cumpleaños de Sasha, 10 años».

—¿Diez años? —susurró—. ¿Cuál Sasha? ¿Qué tontería?

Se desplomó en una silla, sintiendo como si el suelo cediera bajo sus pies. Fragmentos se arremolinaban en su mente: los viajes de negocios de Yuri, sus excusas, su interminable estribillo de «No te metas, Valya, es mi trabajo». Siempre le había creído. Siempre. Y ahora, ante ella, yacía una carpeta que gritaba que todo lo que sabía sobre su marido era mentira.

—Esto es un error —dijo en voz alta, aunque le temblaba la voz—. Él no pudo hacerlo. Yuri no.

Se sentó, mirando los papeles, mientras la oscuridad se cernía afuera. Un nudo se le formó en el pecho; no sabía si era de ira o de miedo. Quiso quemar las hojas, pero en lugar de eso, las dobló cuidadosamente y las guardó en la carpeta. Mañana haría preguntas. Directamente. Y por ahora, ni una palabra. Simplemente evitaría llorar.

Esa noche, Valentina no pudo dormir. Se quedó mirando al techo mientras Yuri roncaba a su lado. Sus ronquidos, que ya le eran familiares, ahora le sonaban extraños.

Lo recordó todo: cómo él se entretenía en las reuniones, cómo ignoraba sus preguntas, cómo una vez, hacía unos ocho años, regresó de un viaje con la mirada perdida. Entonces pensó: estaba cansado. Ahora todo encajaba como un rompecabezas que ella nunca quiso ver.

Por la mañana, estaba preparando el desayuno, y sus manos parecían tener voluntad propia: derramando el café o dejando caer el pan. Yuri entró, murmurando un “buenos días” mientras se enfrascaba en su teléfono. Valentina miró su cabeza calva, las arrugas junto a sus ojos, y pensó: “¿Quién eres tú?”.

—Sí —comenzó, esforzándose por mantener la voz firme—. Ayer estuve limpiando tu oficina.

Se quedó paralizado, con la cuchara y las gachas flotando en el aire.

—¿Por qué? —preguntó sin levantar la vista—. Te dije que no tocaras nada.

—Se suponía que sería una sorpresa —dijo con una sonrisa forzada—. Encontré unos papeles allí. Unos papeles raros.

—¿Qué papeles? —La miró por fin, y algo afilado brilló en sus ojos, como una espada.

—Transferencias. A una tal Irina. Y cartas —hizo una pausa, observándolo atentamente—. Sobre un chico. Sasha.

Yuri tosió y dejó la cuchara a un lado. Su rostro se endureció.

—¿Estabas hurgando entre mis cosas? —preguntó en voz baja, con un tono amenazante.

—¡Estaba limpiando, Yuri! —exclamó, sin poder contenerse—. ¡Esta es mi casa! ¿Y tú… quién eres? ¿Quién es Irina? ¿Quién es esta niña?

—No grites —dijo, levantándose y apartando una silla—. No es asunto tuyo. Un error. Un viejo asunto. Olvídalo.

—¿Un error? —Se acercó, y la ira reemplazó el miedo—. Ocho años de traslados… ¿es solo un error? ¿Tienes un hijo, Yuri? ¡¿Un hijo?!

Guardó silencio, con la mirada fija en el suelo. Luego dijo, casi en un susurro:

“No quería que lo supieras.”

Valentina retrocedió como si la hubieran golpeado. Había esperado gritos, excusas, cualquier cosa menos esto. No esta fría verdad, arrojada a un lado como un hueso para un perro.

—¿Cómo pudiste? —se le quebró la voz—. Todos estos años… ¿quién fui yo para ti? ¿Una sirvienta? ¿Una tonta?

—Valya, basta —dijo, quitándole importancia con un gesto, como si espantara una mosca—. No dramatices. No cambia nada.

“¿No cambia nada?”, rió con amargura, una risa tan cortante como un cristal roto. “Me robaste la vida, Yuri. ¿Y ahora dices que “no cambia nada”?”

Salió corriendo de la cocina, dando un portazo. En el dormitorio, se desplomó en la cama, hundiendo la cara en una almohada. No le brotaron lágrimas, solo vacío. No sabía qué hacer. Pero una cosa sí sabía: no podía seguir así.

Valentina se sentó en el sofá, agarrando su teléfono.

Le temblaban los dedos al marcar el número de Lena. Su hija contestó de inmediato, con la voz enérgica y un ligero ronquido, como siempre después del café de la mañana.

Mamá, ¿por qué te levantaste tan temprano? ¿Está todo bien?

—No, Lena, no está bien —Valentina tragó saliva con dificultad—. Ven. Por favor.

En menos de una hora, Lena estaba en la puerta. Llevaba el pelo revuelto; llevaba una bolsa con llaves y un moño que, obviamente, había recogido por el camino. Valentina la abrazó, y entonces, por fin, brotaron las lágrimas: calientes, intensas, como lluvia tras una larga sequía.

—Mamá, me estás asustando —dijo Lena, retrocediendo y mirándola a la cara—. ¿Qué pasó?

—Tu padre… tiene un hijo —logró decir Valentina—. Un niño de diez años. Y una mujer, una tal Irina. Encontré los papeles.

Lena se quedó paralizada y luego se dejó caer lentamente en una silla. Su rostro, habitualmente franco, se volvió distante: una mezcla de sorpresa y algo más. Valentina se preparó para gritar, pero su hija solo preguntó en voz baja:

“¿Está seguro?”

—¿Segura? —resopló Valentina, y ese sonido estaba cargado de un dolor tan profundo que Lena se estremeció—. Traslados, cartas, citas… Lo admitió, al menos en parte. Dijo que fue un error de juventud.

—¿De juventud? —Lena se levantó de un salto, con los ojos encendidos—. ¡Tiene sesenta y seis, mamá! ¿Qué juventud? ¿Decidió a los cincuenta dedicarse a una afición?

Valentina sonrió involuntariamente: una sonrisa amarga y torcida. Lena siempre sabía cómo decir lo que Valentina temía expresar. Pero su risa se apagó rápidamente.

“No sé qué hacer”, confesó. “Todo se está desmoronando. Creí que éramos compañeros. Y él… ni siquiera se disculpó”.

Lena se acercó y la abrazó por los hombros. El calor de su hija era lo único que la mantenía a flote.

—Lo sospechaba —dijo de repente Lena, y Valentina retrocedió.

¿Qué? ¿Lo sabías?

—No exactamente —Lena negó con la cabeza—. Pero lo presentí. Se ha vuelto extraño. Distante. ¿Recuerdas que llegó tarde a mi cumpleaños? Dijo que era por el tráfico, pero lo vi llegar ese día desde otra ciudad. No te lo dije; no quería interferir.

—¿Por qué te quedaste callado? —preguntó Valentina, sintiendo un nuevo nudo en el pecho.

—Tenía miedo —admitió Lena, apartando la mirada—. Pensé que me había equivocado. Pero ahora… Mamá, no tienes por qué aguantar esto.

—¿Y qué hago? —La voz de Valentina se alzó hasta convertirse en un grito—. ¿Perdonar? ¿Olvidar? ¿Vivir con él sabiendo que me traicionó?

—Vete —dijo Lena en voz baja—. Te mereces algo mejor.

Esas palabras quedaron suspendidas en el aire como el tañido de una campana. Valentina guardó silencio. ¿Irse? ¿A los sesenta y dos? ¿Después de cuarenta años de matrimonio? Sonaba absurdo. Pero la idea ya se había clavado en su mente como una astilla.

Durante dos días Valentina se movió como una sombra.

Yuri fingió que no había pasado nada: desayunó, hojeó el periódico y se retiró a su oficina. Esto la enfureció. ¿Cómo podía estar tan tranquilo cuando su mundo se desmoronaba? Al tercer día, tomó una decisión.

—Sí, tenemos que hablar —dijo ella, parada en la puerta de la cocina.

Levantó la vista del plato y suspiró.

¿Otra vez? Te dije que no es asunto tuyo.

—¿No es asunto mío? —Dio un paso al frente, con la voz temblorosa de ira—. Me arruinaste la vida, ¿y se supone que debo callarme? ¿Quién es ella? ¿Quién es esta niña?

Yuri se reclinó en su silla, con los brazos cruzados.

—Eso fue hace mucho tiempo, Valya. Fue un error. No quería hacerte daño.

“¿No querías hacer daño?”, se burló, con una risa aguda como un cristal roto. “¡Llevas ocho años enviando dinero! ¡Ocho años! ¿Es solo coincidencia?”

—Tenía una obligación —alzó la voz—. Hay un niño. Mi hijo. No podía abandonarlo.

—¿Y yo qué? —tronó, dando un puñetazo en la mesa que hizo tintinear los platos—. ¿Yo, que te lo di todo? ¡Dejé mi carrera por ti, Yuri! ¡Y tú… me mentiste en la cara!

Se levantó y caminó hacia la ventana. Un silencio denso, como nieve mojada, se instaló en él.

“No quería el divorcio”, dijo finalmente. “Podemos volver a como eran las cosas”.

—¿Volver a ser como antes? —Lo miró, sin poder creer lo que oía—. ¿En serio? ¿Después de todo?

—¿Qué quieres? —se giró, retándola con la mirada—. ¿Irte? ¿A tu edad? ¿Adónde irías?

Esas palabras la golpearon como una bofetada. Valentina se quedó sin aliento. Él la miró con una leve sonrisa, como si fuera una niña irritable por una nimiedad. Y en ese instante, algo se quebró. Se enderezó.

—Voy a pedir el divorcio —dijo con firmeza—. Ya basta.

Yuri palideció.

—No lo harás —replicó—. Sin mí no eres nadie.

“Ya veremos”, respondió ella, dándose la vuelta y marchándose con el corazón palpitante. Por primera vez en años, no le temía a sus palabras. Por primera vez, sabía lo que quería.

Más tarde ese día, Valentina estaba sentada en la habitación de Lena observando cómo su hija guardaba sus pertenencias en una maleta. Afuera, una suave lluvia golpeaba la ventana como dedos impacientes. Había tramitado el divorcio el día anterior, y ahora cada minuto en esa casa se le hacía eterno.

—Mamá, ¿de verdad estás segura? —Lena levantó la cabeza, sosteniendo uno de los suéteres viejos de Valentina—. Aún estás a tiempo de cambiar de opinión.

—¿Cambiar de opinión? —Valentina sonrió con amargura—. ¿Y qué haría? ¿Sentarme en la misma mesa con él, sabiendo que me mintió en la cara? No, Lena. Basta.

Lena asintió, dejando el suéter a un lado con cuidado. Sus movimientos eran rápidos, pero la preocupación brillaba en sus ojos.

—¿Y papá? —preguntó sin levantar la vista—. ¿Se queda callado?

—Silencio —dijo Valentina encogiéndose de hombros—. Ayer refunfuñó algo sobre «no seas tonta», y hoy es como si no existiera: encerrada en su oficina, como siempre.

—Como siempre —repitió Lena con sarcasmo—. Claro. Es un maestro en ocultarse. Incluso de sí mismo.

Valentina miró a su hija y pensó: qué diferente era de Yuri. Lena era vivaz, abierta, dispuesta a luchar por la verdad, mientras que Yuri era como una vieja caja fuerte: cerrada con innumerables combinaciones, su contenido interior, un misterio.

Recordó sus palabras: «Sin mí no eres nadie». Todavía le dolían, aunque ya no con tanta intensidad. ¿Quizás tenía razón? ¿Quizás era demasiado tarde para cambiarlo todo a los sesenta y dos años? Pero entonces miró a Lena y toda duda se desvaneció.

—Lo lograré —dijo en voz baja, más por sí misma que por su hija—. Se lo demostraré. Y a mí misma.

Lena sonrió verdaderamente por primera vez ese día.

—Esa es mi mamá —dijo—. Tenía miedo de que te hubieran dado una paliza.

Esa noche, Yuri finalmente salió de su oficina. Valentina estaba junto a la estufa, removiendo la sopa mecánicamente. Él tosió, como si buscara su atención.

—Valya —empezó con una voz inusualmente suave—. Hablemos. Sin gritos.

Ella se giró, agarrando la cuchara con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.

—¿De qué? —espetó—. ¿De tu Irina? ¿O de cómo me dejaste en ridículo?

—No quiero el divorcio —dijo, acercándose—. Llevamos cuarenta años juntos. ¿Acaso eso no significa algo?

—¿Cuarenta años? —se giró bruscamente, con los ojos brillantes de incredulidad—. ¡Confié en ti durante cuarenta años! ¿Y tú? ¿Dónde estuviste todos estos años? ¿Con quién?

—Cometí un error —dijo, haciendo un gesto teatral—, pero sigo aquí. Contigo.

“¿Aquí?”, rió, con una risa aguda, casi histérica. “¡Me estabas dando dinero por tu Sasha! ¡Y yo te estaba remendando los calcetines, pensando que éramos una familia!”

Abrió la boca, pero no le salieron las palabras. Entonces Valentina comprendió de repente: él nunca cambiaría. Nunca. Y ese simple pensamiento le produjo un extraño alivio.

“Voy a casa de Lena”, dijo. “Y luego, lo que decida el tribunal”.

Yuri la miró, y un miedo genuino brilló en sus ojos. Pero Valentina ya se había dado la vuelta. Ya no le importaba.

La audiencia se alargó interminablemente. Valentina estaba sentada en un banco de madera, aferrada a su bolso, mientras el abogado murmuraba algo sobre la división de bienes. Yuri se sentó frente a ella con un traje viejo que ella misma había planchado con cuidado. Parecía más pequeño de lo habitual, encorvado, con la mirada perdida. Se sorprendió esperando siquiera una palabra o una mirada suya. Pero él permaneció en silencio.

“¿Está segura de su decisión, Valentina Petrovna?”, preguntó el juez, mirándola por encima de sus gafas.

—Claro —respondió ella con firmeza—. Quiero el divorcio.

De repente, Yuri se puso de pie. Todos se giraron hacia él; incluso el abogado guardó silencio.

—Valya —dijo con la voz entrecortada—, no hagas esto. Podemos arreglarlo todo. Te… te lo ruego.

Lo miró fijamente, como si fuera la primera vez. ¿Arreglarlo? ¿Después de todo esto? Recordó las cartas, las transferencias, su frío «no es asunto tuyo». Y de repente se rió: ¿de verdad creía que era tan débil como para volver corriendo en cuanto se lo pidiera?

—¿Arreglarlo? —preguntó ella, mirándolo a los ojos—. ¿Y qué vas a arreglar exactamente, Yuri? ¿El tiempo? ¿Las mentiras? ¿O a tu hijo, que tiene diez años y apenas me enteré de su existencia ayer?

Un silencio denso invadió la sala. El juez tosió, pero Valentina continuó imperturbable.

—¿Crees que me quedaré porque no tengo adónde ir? —su voz se alzó—. Bueno, Yuri, encontraré un lugar. Y tú, guarda tu verdad. Vive solo.

Se sentó, sintiendo que le temblaban las manos. Yuri se desplomó, su rostro palideciendo. El abogado reanudó su discurso, pero Valentina ya no escuchaba. Sabía que se había acabado.

Al terminar la audiencia, salió. La lluvia había cesado y el aire olía a humedad y libertad. Respiró hondo y entonces Lena le tocó el hombro.

“Mamá, eres increíble”, dijo su hija. “Estoy orgullosa de ti”.

Valentina sonrió, aunque era una sonrisa torcida. Aún no se había acostumbrado a la sensación: una mezcla de dolor y alivio. Caminaron hacia el coche, y de repente vio a una mujer en la entrada del juzgado. Una joven de cabello oscuro. Junto a ella, un chico delgado de ojos grandes. Se parecía tanto a Yuri de joven que Valentina se quedó sin aliento.

“¿Es ella?” susurró Lena, apretándole la mano.

“No lo sé”, respondió Valentina, “y no quiero”.

Se dio la vuelta y siguió caminando. Dejó que Yuri resolviera sus propios problemas. Ya no le importaba.

Una semana después de la audiencia, Valentina se instaló en un pequeño apartamento alquilado. La habitación olía a pintura fresca y un toque de moho: un edificio antiguo en un barrio tranquilo, lejos del lugar donde había pasado casi toda su vida.

Apenas había muebles: una cama, una mesa, un par de sillas. Una maleta con sus pertenencias yacía desempacada contra la pared. Miró las paredes desnudas y pensó: «Esta es mi casa ahora». Por primera vez en cuarenta años, le pertenecía solo a ella.

—Mamá, ¿estás segura de que no quieres vivir conmigo? —preguntó Lena desde la puerta, sosteniendo una caja de platos. —Qué vacío se siente aquí.

—Vacío es bueno —respondió Valentina, mirando por la ventana. Afuera, las ramas de un álamo se mecían, aún mojadas por la lluvia—. Lo llenaré yo misma. A mi manera.

Lena dejó la caja y se acercó. Su rostro estaba serio, casi severo.

—¿No lo extrañas? —preguntó en voz baja—. ¿Seguro que no te importa irte?

Valentina dudó. ¿Lo extrañaba? Había noches en las que extendía la mano hacia el lado vacío de la cama. Minutos en los que se sorprendía pensando: “¿Y si tiene razón? ¿Y si no puedo con esto?”. Pero entonces recordó su mirada fría, sus palabras: “No eres nadie sin mí”, y esas dudas se desvanecieron.

—No, Lena —dijo finalmente—. Solo lamento no haberme ido antes.

Lena asintió, como si esperara esa respuesta. Desempacaron sus pertenencias en silencio: una tetera vieja, algunos platos, una foto enmarcada de Lena. De repente, Valentina se detuvo sosteniendo una pequeña figura de porcelana: una bailarina. Yuri se la había regalado en algún aniversario. Casi la había tirado, pero luego lo pensó. Que sirviera. Un recuerdo.

Unos días después, Lena la convenció de inscribirse en un curso de arreglos florales. Al principio, Valentina lo descartó: “¿Para qué me servirían las flores a mi edad?”. Pero su hija insistió.

—Mamá, siempre te han encantado las flores —dijo Lena—. ¿Recuerdas cómo cuidabas los parterres de la casa de verano? Inténtalo. Es imposible que sea peor.

Así que Valentina fue. El primer día, se sentó entre mujeres mucho más jóvenes que ella, sintiéndose fuera de lugar. Pero cuando le entregaron unas tijeras y unas hortensias, algo encajó. Sus manos, tan acostumbradas a remendar y limpiar, de repente cobraron vida. Hizo su primer ramo: tosco, pero lleno de vida. La instructora, una mujer delgada de mirada penetrante, la elogió:

Tienes talento, Valentina Petrovna. Tu alma se refleja en tu trabajo.

Por primera vez en meses, Valentina sonrió de verdad. Alma. Quizás seguía viva.

Pasó un mes.

Valentina estaba sentada en el balcón de su pequeño apartamento, contemplando la puesta de sol. En sus manos, una taza de té de hierbas; sobre la mesa, un ramo de margaritas y lavanda recién recogido. Los cursos se habían convertido en su consuelo: tres veces por semana aprendía a tejer coronas, a componer arreglos florales y a entender el mundo de las flores. Sus manos, callosas por años de labores domésticas, ahora olían a verde y tierra. Incluso empezó a ganar algo de dinero: una vecina le encargó un ramo para la boda de su hija, y más tarde, otra conocida le pidió que decorara una mesa. Ganancias pequeñas, pero para Valentina eran un milagro.

Lena la visitaba casi a diario. A veces traía comida, a veces noticias. Según Valentina, Yuri llamó un par de veces intentando explicarle algo, pero Lena siempre interrumpía la conversación.

—No ha cambiado, mamá —dijo Lena un día en la cocina—. Sigue igual: siempre pensando que todos tienen la culpa menos él.

—Que piense lo que quiera —respondió Valentina, revolviendo la sopa—. Ya no me importa.

Y esa era la verdad. Yuri se había convertido en una película antigua para ella: familiar, pero distante. Ya no estaba enojada. Ya no tenía miedo. Simplemente vivía.

Entonces, amigos de su curso la invitaron a un viaje a Italia, una semana junto al mar. Al principio, Valentina se negó: era demasiado caro, demasiado aterrador, ¿y qué haría una anciana allí? Pero Lena insistió:

Mamá, has estado encerrada en casa toda tu vida. Vete. Te lo mereces.

Y así se fue. En el avión, su corazón latía con fuerza como el de una adolescente, pero al pisar suelo italiano, el miedo se desvaneció. El mar era tan azul como en sus sueños, y el aire olía a sal y flores. Deambuló por callejones estrechos, comió helado y se rió con sus nuevos amigos de sus torpes intentos de hablar italiano. Por primera vez en años, se sintió ligera. Libre.

Al regresar, dejó una postal de Florencia sobre la mesa. Junto a ella, un ramo nuevo. Los miró y pensó: «Esto es mío». No de Yuri, ni de la vieja casa, ni del pasado. Mi vida. Mi decisión.

“Lo logré”, susurró, como si estuviera probando las palabras, y sonrió.
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