“Quédate quieto, no digas nada, estás en peligro”. La chica sin hogar arrinconó al magnate y lo besó para salvarle la vida. Y el final…

“Quédate quieto, no digas nada, estás en peligro”. La chica sin hogar arrinconó al magnate y lo besó para salvarle la vida. Y el final…

—Quédate quieto. No digas nada. Estás en peligro.

Las palabras atravesaron la noche como un cuchillo. Ethan Cross, director ejecutivo de CrossTech Industries, se quedó paralizado. Apenas segundos antes, había salido de su coche en un callejón oscuro detrás del Ritz Carlton, intentando evitar a los paparazzi que esperaban afuera. Ahora, una chica harapienta, con el pelo enredado y las mejillas manchadas de tierra, lo arrastraba hacia las sombras.

Antes de que él pudiera preguntar, ella presionó sus labios contra los de él.

Por un instante, todo se detuvo. El olor a lluvia, las manos temblorosas de ella en su cuello, el zumbido distante del tráfico… todo se fundió en silencio. Entonces, un sedán oscuro pasó a toda velocidad por el callejón, con las ventanas tintadas y los faros apagados. Un hombre se asomó a la ventana, observando la calle. El pulso de Ethan latía con fuerza. Quienquiera que fuera,  lo buscaban.

La chica —de apenas veintitantos años y con una sudadera rota— se apartó primero.
“Ya estás a salvo”, susurró. “Te habrían reconocido si hubieras levantado la vista”.

Ethan parpadeó, atónito. “¿Quién eres?”

—No importa —dijo ella, retrocediendo—. No deberías caminar sola. Esta noche no.

Podría haberse marchado. Pero algo en su voz —tranquila, firme, a pesar del frío— lo hizo quedarse. “¿Sabías que me seguían?”

“Me fijo en las cosas”, respondió simplemente. “Cuando vives en la calle, aprendes a observar antes de actuar”.

Su nombre, según supo más tarde, era  Lena Hart.  Llevaba dos años sin hogar, durmiendo cerca de la estación de tren. Y esa noche, le había salvado la vida a uno de los hombres más ricos de Nueva York.

Pero Ethan no era el tipo de hombre que dejaba preguntas sin responder, o deudas sin pagar.

Esa noche no fue el final de su historia. Fue el principio.

Ethan la encontró de nuevo tres días después. Hizo que su equipo de seguridad rastreara sus movimientos, lo cual no fue fácil: Lena se mantenía oculta, durmiendo en diferentes lugares cada noche. Cuando por fin la vio fuera de un comedor social, parecía más pequeña de lo que recordaba. Pero sus ojos —vigilantes, grises, impasibles— se encontraron con los suyos al instante.

—Te dije que no me siguieras —dijo rotundamente.

—Me salvaste la vida —respondió Ethan—. Al menos déjame darte las gracias.

Ella no quería su dinero. «La gente como tú da para sentirse mejor consigo misma. No quiero caridad».

—Entonces trabaja para mí —dijo—. Tienes instintos que la mayoría de la gente no tiene.

Se rió, un sonido agudo y sin humor. “¿Quieres contratar a una chica sin hogar que duerme bajo los puentes?”

—Sí —dijo Ethan simplemente.

Le tomó semanas, pero aceptó, a regañadientes, un puesto temporal de seguridad. Al principio, su personal lo detestó. Una mujer sin antecedentes, sin título universitario y sin domicilio fijo no encajaba en su mundo. Pero Lena tenía algo que ellos no tenían:  intuición.  Podía percibir cuándo algo no cuadraba: un extraño observando demasiado tiempo, un coche aparcado demasiado cerca.

Pronto, Ethan se dio cuenta de que ella no solo lo ayudaba a mantenerse a salvo; le estaba enseñando lo ciego que había sido. «Vives tras un cristal», dijo una vez. «La gente te ve, pero tú no los ves».

Empezó a escucharla, a ella, a sus empleados, incluso a la ciudad donde había construido su imperio. Y con el paso de las semanas, la admiración se convirtió en algo más profundo. Compartían café a altas horas de la noche en su oficina, con risas que resonaban en las ventanas. Ella nunca coqueteaba. Pero cuando sonreía, él olvidaba cuánto poder tenía, y lo poco que importaba.

Luego, una noche, sucedió nuevamente: una sombra de ese mismo sedán oscuro afuera de su edificio.

Sólo que esta vez, el objetivo era Lena.

La bala iba dirigida a Ethan. Lena la recibió.

Ocurrió en segundos: un destello, un sonido como de cristal rompiéndose. El equipo de seguridad de Ethan inmovilizó al tirador antes de que llegara a la calle. Pero todo lo que Ethan vio fue a Lena desplomándose en el suelo de mármol, con la manga manchada de sangre.

—Quédate conmigo —dijo, apretándole la herida con la mano. Sus ojos parpadearon, desenfocados pero tranquilos—. Supongo que todavía no puedo evitar meterme en problemas —susurró débilmente.

Las luces del hospital parecían interminables. Pasaron horas antes de que el médico saliera, diciendo que ella sobreviviría, a duras penas. Ethan se sentó fuera de su habitación toda la noche, con las palabras que ella le había dicho una vez resonando en su cabeza:  Vives tras un cristal.  Ella tenía razón. Él había construido muros de dinero y reputación para mantener al mundo fuera. Ella los había derribado con un beso impulsivo.

Semanas después, cuando Lena despertó, Ethan estaba allí. “Estás despedida”, dijo débilmente, recuperando el humor.

Sonrió. «No puedes despedirte. Te nombré jefe de mi seguridad personal».

Ella puso los ojos en blanco. “Eres imposible”.

—Tal vez. Pero te debo la vida, dos veces.

Mientras se recuperaba, Ethan organizó algo discretamente: un pequeño apartamento, un fondo para la universidad y un nuevo comienzo. No como un favor, sino como una muestra de fe en alguien que veía el mundo con más claridad que él.

Meses después, pasearon juntos por Central Park, con las hojas cayendo como susurros. Ella se giró hacia él. «Podrías haberte quedado en tu torre. ¿Por qué no lo hiciste?»

La miró y dijo: «Porque a veces quien te salva no te saca del peligro. Te saca de ti mismo».

¿  Qué opinas? ¿Acertó Lena al besarlo esa noche? ¿Lo arriesgarías todo por un desconocido?
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