Un multimillonario pasaba por un callejón oscuro en una noche lluviosa y se quedó paralizado al ver a un niño que llevaba el collar de su hija desaparecida.

Un millonario ve a un niño en la calle con un collar idéntico al de su hija desaparecida. Cuando le pregunta dónde lo consiguió, la respuesta le impacta. Ya anochecía cuando Fernando Valdés, con el rostro desencajado por el dolor y el corazón roto, paseaba frenéticamente por el parque. Llevaba el traje arrugado, la corbata suelta y los ojos rojos de tanto llorar. No había pegado ojo desde la noche anterior. Su hija, Renata, de tan solo ocho años, había desaparecido tras salir del colegio.

Nadie la había visto, nadie sabía nada. Y él, con toda su riqueza, sus chóferes, sus cámaras de seguridad y sus contactos, no podía encontrarla. Llevaba el collar que Renata le había regalado meses antes, un colgante en forma de estrella con una pequeña piedra azul en el centro, igual al que ella siempre usaba. Era algo que compartían, una forma de decir «Estoy aquí». Sin palabras. Lo llevaban siempre, incluso al dormir. Fernando vagaba sin rumbo, con la estúpida esperanza de que Renata estuviera ahí fuera, quizá escondida, quizá jugando, quizá todo aquello fuera un terrible malentendido.

Tenía sus dudas, claro, pero su corazón se negaba a rendirse. Pensaba en ello cuando, al pasar cerca del parque infantil, se detuvo en seco. Un niño flacucho, de unos 11 años, con camiseta de fútbol y zapatillas gastadas, estaba sentado en un banco comiendo una paleta de limón. No tenía nada de raro, salvo un detalle que hizo que Fernando sintiera como si le quitaran el aire. El niño llevaba un collar, el mismo collar, idéntico.

El colgante de estrella, la pequeña piedra azul, la misma forma, el mismo brillo. Era imposible confundirlo. Fernando lo miró de lejos, paralizado. Luego se acercó, sin saber muy bien qué decir. “Oye, chaval”, dijo finalmente, intentando parecer tranquilo. “¿De dónde sacaste ese collar?”. El chico lo miró con recelo, pero no parecía asustado. Se limpió la boca con la mano y respondió con calma: “Me lo regaló la chica que vive en mi casa”. Fernando sintió un nudo en el estómago.

Dio un paso más cerca. “¡Qué niña! Una que llegó ayer”, respondió el niño como si fuera lo más normal del mundo. Estaba toda sucia y llorando. Mi mamá la trajo adentro y la alimentó. Luego me dio el collar. Dijo que no quería perderlo. Fernando tragó saliva. Le costaba pensar. Lo miró de cerca, con los ojos fijos en el collar. “¿Cómo se llama esa niña?” “Renata”. Fernando dejó escapar un sonido que no era ni una palabra ni un grito.

Sintió que le temblaban las piernas. El mundo le daba vueltas. Se agarró al banco para no caerse. El chico lo miró preocupado. “¿Se encuentra bien, señor?” Fernando no respondió. Solo respiraba como si no pudiera respirar. Su hija. Su hija estaba viva y estaba en casa de ese chico. No podía creerlo, pero tenía que verlo. Tenía que comprobarlo con sus propios ojos. “¿Dónde está tu casa?”, preguntó, intentando no gritar. El chico dudó un segundo. “¿Vas a hacerle daño?”

—¡Claro que no! —gritó Fernando, sin poder contenerse—. Es mi hija. El niño abrió mucho los ojos. —¿En serio? —Fernando asintió con firmeza. El niño se detuvo y se levantó—. Sígueme. Y empezaron a caminar. Fernando lo siguió, temblando. Por fin, después de todo el horror, el miedo, las preguntas sin respuesta, las noticias, la policía inútil, los cientos de llamadas, por fin había una pista real. Y venía de un niño normal, una tarde normal, en un parque normal.

Mientras caminaban, Fernando lo observaba de reojo. El niño hablaba solo, como si no pudiera callarse. Le contó que su madre vendía cosas en el mercado, que cuidaba a los perros del barrio, que a veces no tenían qué comer, pero que su madre era genial y nunca los dejaba solos. Dijo que Renata no hablaba mucho, que al principio solo lloraba, y que no fue hasta esta mañana que les dijo su nombre y quién era su padre. Fernando no podía pensar en otra cosa que no fuera ir a verla, tocarla, abrazarla, oírla llamarlo “papá”, pero al mismo tiempo, tenía miedo.

¿Y si no era ella? ¿Y si era solo una coincidencia? ¿Y si se equivocaba y otra chica tenía ese collar? No soportaba otra decepción. El chico lo sacó de sus pensamientos. “Ya casi llegamos”, dijo. “Es por aquí”. Entraron en un barrio de calles estrechas, grafitis en las paredes y postes con cables colgando. Todo le parecía ajeno al mundo de Fernando. Nunca había estado en un lugar así, ni siquiera sabía que existían casas tan pequeñas, pero le daba igual. Solo quería llegar.

Caminaron por una calle pequeña y sinuosa, y entonces el chico señaló una puerta metálica oxidada. “Vivimos ahí, le digo a mi mamá”. Fernando no respondió. Siguió adelante y tocó fuerte. Oyó ruidos adentro, una voz de mujer preguntando quién era. El chico gritó detrás de él: “¡Mamá, es el papá de la niña!”. Fernando no pudo esperar más. La puerta se abrió, y allí estaba ella, una mujer de unos treinta y pocos años, con el pelo recogido, sudorosa, las manos manchadas de masa.

Tenía una mirada intensa, pero cansada. Lo miró directamente a los ojos, y Fernando se quedó paralizado. No podía ser. Esa mujer, esa mujer no era una desconocida. Era Mariana, su exnovia, la única mujer a la que había amado de verdad antes de casarse. La misma a la que no había visto en casi una década. La misma que había desaparecido de su vida de la noche a la mañana sin explicación, y ahora estaba allí, en una humilde casa, con su hija desaparecida dentro.

Fernando sintió que el mundo se detenía, y lo que estaba a punto de descubrir lo dejaría sin aliento. Se quedó paralizado. No sabía si dar otro paso o correr. Mariana estaba frente a él, igual que antes, pero diferente. No llevaba maquillaje. Su blusa estaba manchada de masa y su cabello era un desastre, pero sus ojos aún conservaban ese brillo que él jamás podría olvidar. Ella también lo reconoció al instante. No hubo dudas ni preguntas, solo un silencio que lo decía todo.

El pequeño Samuel los miró a ambos, completamente desconcertado. Fernando pronunció el nombre de Mariana como si fuera una palabra difícil para él. No respondió, solo miró fijamente la puerta tras ella, con el corazón latiéndole con fuerza. “¿Dónde está mi hija?”. Mariana tragó saliva, se hizo a un lado y abrió la puerta de par en par. “Pasen”. Fernando entró como si no tocara el suelo. La casa era pequeña, con muebles viejos, olor a comida recién hecha y paredes cubiertas de dibujos infantiles.

Había un televisor con dibujos animados a bajo volumen, un ventilador girando lentamente y, en un rincón de la sala principal, una cama improvisada hecha con mantas dobladas. Allí, recostada de cara a la pared, estaba Renata. Fernando se acercó lentamente, sin poder dejar de mirarla. Cada paso parecía un sueño. Cuando por fin llegó a su lado, se arrodilló junto a la cama. «Renata, soy yo. Soy papá». Ella no se giró. Su cuerpo se tensó como si no supiera qué hacer.

Entonces, muy lentamente, giró la cabeza. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Tenía la cara sucia y el pelo enredado. Pero era ella, sin duda. Era ella. Fernando le tocó la mejilla con cuidado, con miedo. Ella lo miró en silencio, se incorporó un poco y lo abrazó con suavidad, vacilante. No fue el abrazo fuerte que él esperaba. Era como si aún no estuviera segura. «Todo está bien ahora», dijo con la voz entrecortada. «Ya estoy aquí».

Estás conmigo ahora. La niña no dijo nada, solo apoyó la cabeza en su pecho. Fernando cerró los ojos con fuerza. No podía creerlo. La tenía de nuevo en brazos. Mariana los observaba desde la puerta. No se movió, no dijo nada, solo los miró con una expresión que no era ni de tristeza ni de alegría. Era algo más complejo. Al rato, Renata se durmió. Fernando se levantó y salió al patio con Mariana. Samuel seguía en la sala jugando con un coche de juguete.

—¿Cómo pasó esto? —preguntó Fernando sin rodeos—. ¿Dónde la encontraste? —Mariana se apoyó en la pared. Cruzó los brazos como si se protegiera de algo que no podía ver—. Ayer volvía del mercado. Me detuve un rato en el parque porque me dolían los pies, y allí estaba ella, sentada en una banca, sucia, temblando, con la cara cubierta de tierra. No decía nada, solo miraba al suelo. Nadie más la vio. No sé, no había mucha gente.

Me acerqué a ella y le pregunté si se había perdido, pero no dijo nada, solo me miró fijamente. Así que le ofrecí agua, la ayudé a levantarse y la traje conmigo. No sabía qué hacer. Pensé en llamar a la policía, pero no quería asustarla más. Fernando suspiró y se pasó la mano por la cara como si necesitara despertar. “¿Y cuándo supiste que era mi hija?”. “Hasta esta mañana”. Le preparé el desayuno. Lo comió en silencio. Luego sacó el collar del bolsillo de la chaqueta.

Se lo dio a Samuel. Dijo que no quería perderlo. Luego me lo mostró. Lo reconocí. ¿Cómo ibas a reconocerlo? Mariana lo miró fijamente a los ojos. Porque tenías una igual. Porque tiene tu cara y porque dijo tu nombre. Fernando guardó silencio. Lo que más lo impactó no fue que Mariana tuviera a Renata, sino volver a verla, tenerla allí. Ella, la mujer que había dejado en su vida como si nunca hubiera existido, era de repente quien había cuidado de su hija.

—¿Por qué no llamaste? —preguntó, sin poder disimular su enojo—. ¿Por qué no me buscaste? —Quise hacerlo, pero tenía miedo. ¿Qué pensarías? ¿Que la robé, que la escondí? Fernando no respondió. Mariana tenía razón. Eso mismo pensó ella al oír al chico en el parque, que quizá alguien la tenía, que quizá no querían devolverla. —¿Te acuerdas de mí? —dijo, casi en un susurro que se convirtió en susurro—. Claro que me acuerdo. No he olvidado nada.

Se quedaron allí mirándose, los años pesando sobre ellos como piedras, todas las palabras no dichas, todas las palabras no dichas flotando en el aire. Todo flotaba entre ellos. Ahora, en medio del caos de la situación, Samuel se asomó por la puerta. “Mamá, se ha vuelto a dormir”. Mariana asintió. “Gracias, hijo”. Fernando miró al niño. Lo observó detenidamente por primera vez. Había algo en sus ojos que le resultaba familiar. No dijo nada, pero una extraña duda cruzó su mente.

Mariana lo notó, lo supo, lo sintió. “No pienses cosas que no son ciertas”, dijo Fernando sin que se lo preguntara. “¿Qué cosas? ¿Sabes qué son?” Fernando apretó los dientes y dio un paso hacia ella. “Esa niña es mía”. “No”, fue firme, pero había algo en su voz que no encajaba del todo, algo que no estaba del todo claro. Fernando decidió no insistir. Todavía no. Ya tenía suficiente con lo suyo. “Me la llevo. Renata tiene que irse a casa”.

Mariana asintió sin discutir. “Entiendo, pero puedo verla de vez en cuando”. Fernando no dijo que sí, pero tampoco dijo que no. “Mañana voy a hablar con la policía. Necesitan saber que está bien, y quiero saber qué pasó realmente. ¿Cómo se perdió? ¿Por qué nadie la vio? ¿Qué hacía sola?”. Mariana bajó la mirada. Quiso decir algo, pero se contuvo. Quizás era miedo. Quizás era que sabía más de lo que dejaba ver. “Hay algo que deberías saber”.

Fernando finalmente habló, permaneciendo inmóvil. “Ayer, cuando la encontré, dijo algo. No la entendí bien en ese momento, pero hoy volvió a decir lo mismo”. “¿Qué? ¿Que no quería volver a ver a la mujer del coche blanco?” Fernando permaneció en silencio. Su mente volvió a dar vueltas. El coche blanco, el autobús escolar que su cuñada Lorena había alquilado. El mismo coche en el que se suponía que Renata debía estar para volver a casa, pero nadie la había visto.

Nadie. Un escalofrío le recorrió la espalda, y en ese momento comprendió que esto era solo el principio. Fernando se quedó en medio del patio, indeciso entre correr a abrazar a su hija de nuevo o darse la vuelta y exigirle a Mariana que le contara todo lo que sabía. Tenía tantas cosas en la cabeza que sentía que iba a estallar: verla después de tantos años, encontrar a su hija en su casa, y ahora esto, el coche blanco; todo se mezclaba, se revolvía, como si de repente el pasado, el presente y lo que estaba por venir se le hubieran derrumbado encima a la vez.

Mariana no lo miraba. Estaba apoyada en el marco de la puerta, con los brazos cruzados y el rostro de piedra. Fernando la recordaba diferente: más dulce, más alegre. Ahora parecía dura, como si la vida la hubiera entrenado para aguantar golpes. «Quiero que me lo cuentes todo», dijo él sin moverse. «No tengo nada más que decir», respondió ella con seriedad. «No me vengas con eso. Mi hija desapareció y reapareció aquí. No es casualidad».

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