Padres abandonan a su hijo adoptivo durante la mudanza. Días después, lo encuentran en un estado aterrador…

Un niño de 10 años es abandonado por sus padres durante una mudanza, encerrado en su vieja casa vacía, sin comida ni agua. Días después, un misterioso nuevo dueño llega a casa y encuentra al niño en un estado deplorable. Algo increíble sucede. “No, por favor, no se vayan sin mí. Oigan, vuelvan. Papá, mamá, Clara, estoy aquí. Me dejaron atrás. Por favor, vuelvan. No me dejen solo”, gritó el pequeño Nico, de apenas 10 años, mientras golpeaba con fuerza el grueso cristal de la ventana del salón.

Sus delgados y temblorosos brazos insistían en golpear el cristal, aunque sabía que desde allí nadie lo oiría. Sus ojos, llenos de lágrimas, no podían apartar la vista del coche que se alejaba cada vez más. Era el coche de su familia, cargado de cajas y maletas atadas al techo: la empresa de mudanzas. Se iban, se iban sin él. Nico permaneció allí, inmóvil como una estatua, entre la esperanza y la sorpresa. Estaba seguro de que en algún momento el coche se detendría, de que sus padres se darían cuenta, de que correrían a buscarlo, de que se reirían del malentendido y lo abrazarían con fuerza.

Después de todo, ¿quién abandonaría a un niño así? Nadie. No tenía sentido. Pero el coche no se detuvo. De hecho, siguió avanzando cada vez más rápido, desapareciendo lentamente por el camino de tierra. El niño se quedó mirando hasta que el vehículo se convirtió en un punto lejano y luego dejó de existir. Ese silencio tras ver desaparecer el coche fue ensordecedor. Cuando se dio cuenta de que nadie regresaba, el pánico comenzó a apoderarse de él.

Retrocedió un paso. Luego otro, y de repente se dio la vuelta y echó a correr por la casa, con los ojos abiertos y el corazón latiendo con fuerza. Aquella casa, que una vez había estado tan llena de vida, ahora estaba vacía, completamente vacía. Nico corrió hacia la puerta del salón y giró el pomo con fuerza. Con las manos sudorosas, lo intentó de nuevo, esta vez con más fuerza, pero fue inútil. Entonces se dirigió a la cocina, también cerrada. La desesperación lo llevó a recorrer cada rincón de la casa, buscando una salida, intentando escapar, pero todas las puertas estaban cerradas.

Todas las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Era como si lo hubieran encerrado. A propósito. Esto no puede estar pasando. No… no pueden haberse olvidado de mí, exclamó Nico, de pie en medio de la sala vacía. Ni siquiera el viejo sofá donde dormía seguía allí. Solo paredes desnudas, un suelo polvoriento y el eco de su propia voz. Sin saber qué hacer, corrió de vuelta a la ventana de la sala, la misma por la que había visto salir a su familia.

La calle estaba vacía. Ni un coche, ni un sonido, ninguna señal de que alguien estuviera cerca. Solo el viento que susurraba las hojas secas del jardín. El pequeño Nico apretó la cara contra el cristal, intentando ver algo en el horizonte. Permaneció allí varios minutos, inmóvil, convencido de que en cualquier momento el coche reaparecería, de que todo era un error. «No, tienen que volver. Volverán. No me dejarían aquí solo», susurró, casi como una plegaria.

Pero el tiempo pasó. Una hora entera se alargó lentamente. Nada, ni el sonido de un motor, ni pasos en la entrada, ni el crujido de la verja, nada de su madre, nada de su padre, ni rastro de su hermana. Clara, el silencio era insoportable. Agotado, el niño se desplomó en el suelo, apoyando la espalda contra la pared. Sus ojos seguían mirando a la calle, pero ahora con un brillo diferente, un destello de duda. Una dolorosa confusión comenzaba a apoderarse de él.

Intentaba encontrarle sentido, explicarlo. «Quizás, quizás creen que estoy dormido en el asiento trasero. No se dieron cuenta de que no me subía al coche», susurró, intentando convencerse. Seguramente Clara estaba con el móvil, jugando a alguna de sus típicas tonterías, y no se había dado cuenta de mi ausencia. Pero a medida que pasaban los minutos, esa esperanza también se desvanecía. La teoría del inocente descuido empezaba a parecer absurda. Si de verdad hubiera sido un error, ya habrían vuelto.

¿Será que no cabía todo en el coche y fueron a dejar sus cosas primero? Quizás me dijeron que volvían y no les hice caso, murmuró, intentando encontrar un hilo conductor al que aferrarme. Mamá siempre dice que tengo que prestar más atención. Pero las horas seguían pasando. El cielo, que antes había sido azul y despejado, ahora se tornaba naranja y dorado. El atardecer teñía las paredes vacías de la casa con una luz cálida. Y pronto, la oscuridad empezó a instalarse.

El niño se despertó sobresaltado al oír un ruido. Mamá gritó con esperanza, pero entonces lo sintió. Era solo el rugido de su estómago. No había comido nada desde que despertó. Corrió a la cocina, pero lo que encontró allí fue aún más desesperante. La cocina, como el resto de la casa, estaba completamente vacía. No había refrigerador, ni estufa, ni siquiera una botella de agua o un paquete de galletas olvidado. Solo había un viejo armario con la puerta abierta.

Cubierto de polvo y con olor a humedad. Nico abrió todas las puertas del armario, revisó cada rincón, pero no encontró nada. Solo quedaba el ruido de su estómago y la creciente sed en su garganta. Corrió al fregadero, abrió el grifo, y nada, ni una gota, ni siquiera un hilito. El agua también se había ido. La sequedad de boca empezó a molestarle. La cabeza le daba vueltas.

El miedo empezó a subirle por el pecho como una ola. Intentó abrir puertas de nuevo, forzar ventanas. Incluso intentó golpear la puerta trasera con el hombro, pero no pudo abrirse. Estaba atrapado, completamente atrapado. El pánico amenazaba con estallar, pero Nico contuvo las lágrimas unos segundos hasta que no pudo contenerlas. Se le llenaron los ojos de lágrimas y se deslizó lentamente por la pared hasta sentarse en el suelo helado de la sala. Llorando en silencio, se abrazó las rodillas.

La casa estaba oscura, fría y silenciosa. El lugar donde había crecido, donde solía ver a su hermana peinar a sus muñecas, donde escuchaba a su madre tararear en la cocina y a su padre quejarse del fútbol, ​​ahora no era más que una caja vacía. ¿Por qué?, susurró entre lágrimas. ¿Por qué me dejaron aquí? ¿Qué hice? ¿Qué hice para que me abandonaran? Desesperanzado, el pequeño Nico cerró los ojos con fuerza, intentando escapar de la cruel realidad de esa casa vacía, del hambre, la sed, el abandono.

Y en ese instante, algo sucedió. Su mente lo transportó a otro tiempo, a otro momento. Cuando volvió a abrir los ojos, ya no estaba en la oscuridad; estaba de vuelta en esa casa, pero de una manera completamente diferente. La casa estaba llena de vida. Muebles por todas partes, sonidos y ruidos rebotaban en las paredes. El aroma de la comida flotaba en el aire. El sonido de la televisión llegaba desde la sala. ¡Voces, gol!, gritó el padre de Nico, Pedro, eufórico mientras veía un partido de fútbol.

El grito vino acompañado de aplausos, risas y maldiciones al equipo contrario. Estaba sentado en el sofá, como siempre, celebrando los goles de su equipo favorito. Al otro lado de la casa, Clara, su hermana de 13 años, escuchaba música a todo volumen y bailaba en su habitación. Sus pasos golpeaban el suelo con ritmo. Daba vueltas frente al espejo, se sacudía el pelo y tarareaba la melodía con una sonrisa. En la cocina, Soraya, su madre, removía las ollas mientras tarareaba una canción cualquiera, desafinada pero animada.

Era raro oírla cantar, pero en ese momento parecía despreocupada, absorta en la preparación de la comida. Nico empezó a recorrer la casa, observando cada detalle. Cada mueble estaba en su sitio. La cortina se movía con suavidad. El polvo se acumulaba en las esquinas. Los cuadros seguían torcidos como siempre. Con pasos lentos, llegó a la puerta del dormitorio de Clara. Estaba entreabierta. La empujó con cuidado, y al abrirla un poco más, vio a su hermana dando vueltas en medio de la habitación al ritmo de la música que salía de su móvil.

Estaba distraída, feliz, riéndose para sí misma. Su mirada se dirigió entonces al escritorio. Encima había una caja de lápices de colores ordenadamente colocada junto a unas hojas de papel de dibujo. Nico sonrió un instante. Ese instante le recordó cuánto le encantaba dibujar. Quizás por un minuto pudiera revivirlo. En voz baja, casi un susurro, Clara preguntó: “¿Puedo coger un lápiz y un papel? Quiero hacer un dibujo rápido”. La chica no respondió. Siguió bailando, moviendo los hombros, con los ojos cerrados.

Nico lo intentó de nuevo. «Solo un lápiz. Te juro que no lo arruinaré». Pero nada. Preguntó una tercera vez, un poco más alto, y de nuevo no hubo respuesta. No sabía si su hermana no lo oía o si solo fingía no oírlo. Dado el silencio, pensó que estaría bien tomar un lápiz y un papel. Con cuidado, extendió la mano y tocó el estuche. Pero en cuanto sus dedos tocaron el lápiz, Clara detuvo la música bruscamente.

Dejó de bailar de golpe, girándose hacia su hermano con una expresión de furia. “¿Qué te crees que estás haciendo, mocoso inútil?”, gritó con los ojos encendidos. El chico se quedó paralizado. Tartamudeó. Intentó justificarse. “Solo quería dibujar un poco. Estaba a punto de devolvértelo. ¿Cuántas veces te he dicho que no puedes entrar?”, bramó Clara. “¡Fuera! ¡Fuera de aquí! No toques mis cosas, insoportable. Te lo he dicho mil veces”. Le arrebató brutalmente el lápiz y el papel de las manos, casi tirándolo hacia atrás.

A Nico se le llenaron los ojos de lágrimas, pero aun así intentó retroceder e irse sin causar más problemas. Antes de que pudiera dar un paso, se oyeron pasos rápidos por el pasillo. La puerta se abrió de golpe y apareció Soraya, con el rostro irritado. “¿Qué pasa?”, preguntó con brusquedad. Clara respondió rápidamente. “Lo que pasa es que este inútil me está molestando y arruinando mis cosas”, dijo enfadada. Nico se giró, angustiado. “Solo quería dibujar, mamá”.

Solo un poquito. No iba a dañar nada. Pero Sorayan no lo dejó terminar. “¡Cállate, Nicolás!”, gritó, acercándose rápidamente. “Esto es lo que pasa cuando te sueltan en esta casa. En cuanto uno de nosotros se da la vuelta, ya estás tramando algo malo”. Lo agarró fuerte de los brazos y lo arrastró por el pasillo hasta la cocina. Nico no se resistió; ya estaba acostumbrado. Arrastraba los pies por el suelo mientras su madre lo empujaba hacia el fregadero. “Ahora lava todos estos platos”, ordenó, señalando la pila de vajilla y ollas sucias.

Y cuando termines, quiero este piso reluciente. ¿Entendido? El chico abrió los ojos como platos al ver el estado de la cocina. Era un desastre. La estufa estaba grasienta, el piso lleno de restos de comida y el fregadero rebosaba de platos sucios. Sin decir palabra, agarró la esponja y empezó a fregar. Era parte de su rutina. Mientras lavaba, Soraya no dejaba de darle órdenes. «Luego limpia el refrigerador, está hecho un desastre. ¿Me oíste bien? Y luego corta el césped, que ya parece una jungla».

Nico asintió, sin fuerzas para responder, pero después de unos minutos, ya no pudo contener la pregunta que resonaba en su cabeza. «Mamá, ¿por qué Clara nunca ayuda? ¿Por qué siempre me toca a mí todo?». Soraya se detuvo un momento. Su rostro se endureció. Miró al chico con frialdad. «Porque Clara no puede perder el tiempo en esto. Necesita estudiar, descansar. Algún día será médica, tendrá una carrera brillante, y tú tienes que ayudar, contribuir de alguna manera».

El niño bajó la mirada. La respuesta le dolió, pero no se quedó callado. «Pero yo también quiero ser médico. Puedo serlo». Su madre soltó una carcajada burlona. «Usted, doctor, ni siquiera estudia, ni siquiera sabe escribir su nombre». «Pero nunca me llevó a la escuela», murmuró el niño. «Si me llevara, le demostraría que soy un buen estudiante. De verdad que lo lograría». Ella solo negó con la cabeza. «Lo intenté cuando era muy pequeño, pero no me prestó atención».

Tenías un déficit. La escuela no era para ti entonces, y estoy seguro de que tampoco lo es ahora. Nico tragó saliva. «No me acuerdo de eso», dijo el chico casi en un susurro. Soraya se acercó, cruzándose de brazos. «Claro que no te acuerdas. Eras muy pequeño, y eso solo prueba lo que te digo. Nunca encajarás en la escuela. Nunca aprenderás nada», afirmó como si dictara sentencia. Se agachó un poco para mirar a su hijo a los ojos.

La vida es así, Nicolás. Hay quienes nacen para ocupar puestos importantes, para ser médicos, abogados, y otros para trabajar duro. Tú naciste para eso, y no hay nada malo en ello. ¿Entendido? Deberías agradecer al menos tener una familia, y más que eso, por contribuir de alguna manera al futuro de tu hermana, que será médica. Soraya se levantó. Se limpió las manos con el trapo que llevaba colgado del hombro y señaló el fregadero lleno. «Ahora termina de lavar estos platos».

Quiero servir el almuerzo con esta cocina limpia. El niño asintió. «Sí, señora», respondió automáticamente, sin emoción. Una tristeza silenciosa crecía en su interior, pero al mismo tiempo, una parte de él lo creía. Creía que su madre tenía razón. «Soy un estúpido», pensó para sí. «Solo dice la verdad». Con la mirada baja y los dedos arrugados de tanto lavar, el niño volvió a su trabajo, limpiando plato a plato, olla a olla. El jabón se deslizó por el fregadero, como el orgullo de un niño que no sabía cuánto valía.

De repente, un grito resonó en la sala, haciéndole dar un vuelco el corazón. Nicholas, era Peter, con la voz seca, ronca, y lo sabía. A su padre no le gustaba esperar. De inmediato dejó caer la esponja y el paño de cocina y corrió a la sala. «Señor», dijo, acercándose al sofá. Peter ni siquiera se giró para mirarlo. Con la mirada fija en el partido de fútbol de la televisión, simplemente cogió una botella de cerveza vacía.

Nicolás agarró la botella sin decir nada y corrió a la cocina. Al abrir la nevera, se le iluminaron los ojos al ver un pastel de chocolate junto a la cerveza de su padre. “¿Tú hiciste este pastel, mamá?”, preguntó, con los ojos brillantes y la saliva acumulada por las ganas de probar un trozo. Soraya lo miró con seriedad. “Sí, lo hice, pero ni te atrevas a tocarlo. Ese pastel es para Clara y sus amigas luego”.

Si te veo venir, tendrás que arreglártelas conmigo. El chico retrocedió de inmediato. «No voy a tocarla, te lo prometo», respondió, agarrando la botella con cuidado y saliendo a toda prisa, pero algo lo hizo tropezar en el pasillo. Unas zapatillas rosas tiradas en el suelo eran de color claro. Nicolás intentó mantener el equilibrio, pero no pudo. Tropezó, y entonces la botella de cristal cayó al suelo, haciéndose añicos. La cerveza se esparció por todo el suelo. En segundos, Pedro se levantó del sofá como una fiera.

—¡Es inútil! —gritó, avanzando rápidamente hacia el niño. Nicolás seguía intentando explicarse—. Perdón, tropecé con las zapatillas de Clara. Pero su padre no me escuchó. Ahora vas a culpar a tu hermana. Eso es lo que estás haciendo —gritó Pedro antes de que el niño pudiera terminar la frase. Con furia en los ojos, levantó la mano y le dio una bofetada. El golpe hizo que Nicolás cayera de lado, llevándose la mano a la mejilla, sintiendo el ardor de la piel enrojecida.

Sus ojos se llenaron de lágrimas al instante, pero aun así intentó balbucear algo. Pedro continuó furioso: “¿Sabes cuánto cuesta una cerveza así? ¿Sabes cuántas horas tengo que trabajar para comprar una caja?”. Antes de que el chico pudiera decir nada, apareció Soraya, alertada por el ruido. “Levántate y recoge todo esto ahora mismo”, ordenó como si nada hubiera pasado. “Y ya que estás, recoge también las zapatillas de tu hermana, porque si lo hubieras hecho antes, como es tu deber, nada de esto habría pasado”.

Era tu responsabilidad, ¿entiendes? Te lo he dicho mil veces. No me gusta ver cosas tiradas por casa. ¿Ves? Eres un idiota, no aprendes nada. Tengo que repetírtelo todo. Nico solo asintió. No discutió, no lloró, aunque sus ojos amenazaban con llenarse de lágrimas. Simplemente se levantó, con los ojos ardiendo, la mejilla aún marcada por la bofetada. Recogió los vasos rotos, limpió la cerveza derramada del suelo y subió las pantuflas de Clara a su habitación.

Pedro, de vuelta en el sofá, seguía mirándolo con frialdad y le dijo: «Y trata de no llorar, mocoso. Los hombres no lloran». Esas palabras resonaron en la mente de Nico como una sentencia inapelable. No llores, no sientas, solo obedece. Unos minutos después, Soraya lo llamó para almorzar. La mesa ya estaba puesta. Platos grandes y rebosantes de arroz, frijoles, rosbif, verduras salteadas, refresco y, por supuesto, el pastel de chocolate aún intacto en el centro. Nico se acercó, esperando encontrar un lugar reservado para él, pero no había ninguno.

Soraya extendió la mano y le entregó un plato llano. En él solo había una cucharada de arroz, un poco de caldo de frijoles aguado y un muslo de pollo. “Vas a comer en un rincón de la sala”, dijo. “Y cuando termines, limpiarás toda la casa, hasta el último rincón, y luego, directo al castigo. Te quedarás ahí hasta el final del día. Te portaste muy mal hoy y tienes que aprender a reconocer tu lugar. Si mejoras mañana, comerás más”.

Nico miró su plato. Era pequeño, casi nada, sobre todo comparado con lo que comían los demás. Le dolía el estómago, pero aún más el alma. Intentó decir algo. «Mamá», pero fui el único que lo interrumpió. «Hazle caso a tu madre y cállate. Todo esto es por tu bien, mocoso. Te estamos enseñando lo que es la vida». El niño bajó la cabeza, tomó el plato y caminó lentamente hacia un rincón de la sala. Se sentó encorvado en el suelo y empezó a comer en silencio.

Mientras tanto, las risas provenían de la mesa. Pedro reía a carcajadas. Clara contaba historias del colegio. Soraya hablaba del pastel y de cómo iba a preparar la casa para recibir a los amigos de su hija. Y Nico, allí en el rincón, era invisible. Masticando en silencio, cerró los ojos una vez más, desapareciendo en su interior. Al abrirlos de nuevo, Nico se dio cuenta de que ya no estaba en el pasado. Ya no había risas, ni música alta, ni olor a comida en el aire, solo el frío silencio de aquella casa vacía y abandonada, donde lo habían olvidado.

Se incorporó lentamente, se frotó los ojos y miró a su alrededor. Se miró los brazos, delgados como ramas secas. Su cuerpo desvencijado era prueba de que no era la primera vez que pasaba hambre. No era solo esta situación. Durante mucho tiempo, había vivido rodeado de comida que no era para él. En una casa donde abundaba la comida, siempre se guardaba los trozos para sí mismo cuando los probaba. ¿Será que nunca me quisieron?, pensó, con un nudo en la garganta, comprendiendo por fin la dura realidad de su vida.

Desanimado, se levantó del suelo y caminó lentamente por los pasillos de la casa. Sus pies descalzos hacían pequeños ruidos en el suelo polvoriento. Se detuvo frente a la puerta del dormitorio de Clara, un lugar que siempre le había estado vedado. ¿Cuántas veces había oído que no podía entrar allí? ¿Cuántas veces lo habían echado solo por tocar el pomo? Pero ahora, ahora la puerta estaba abierta de par en par, como si ese espacio prohibido lo invitara a entrar. Y entró.

La luz de la luna se filtraba por la rendija de la ventana e iluminaba parte de la habitación. Reinaba un silencio casi sagrado. Nico miró a su alrededor y vio algo brillando a la luz en el suelo: un lápiz y una hoja de papel tirados allí como si no tuvieran importancia. Se agachó y los recogió con cuidado. Se sentó en el suelo frío, cruzó las piernas y empezó a dibujar. Sus trazos eran simples pero claros. Dibujó un coche alejándose en el asiento trasero, cajas y maletas.

En la ventana de la casa, un niño lloraba, con la mano contra el cristal. Eso era lo que había pasado, eso era lo que le dolía. Y allí, en ese suelo helado, con los ojos pesados ​​por el sueño y el alma aún más agotada que el cuerpo, Nico se quedó dormido. Al despertar, la brillante luz del sol entraba por la ventana y le daba de lleno en la cara. Parpadeó varias veces, intentando comprender dónde estaba. El papel seguía en sus manos.

El dibujo de la noche anterior lo miraba como un cruel recordatorio. El estómago le rugía, tenía la boca seca como la arena. Y entonces todo volvió a la realidad. Estaba allí, solo en esa casa. Se levantó de un salto. “¡Papá, mamá, Clara!”, gritó con voz temblorosa, corriendo por las habitaciones, pero no hubo respuesta, ningún sonido, solo el eco de su propia voz. Intentó escapar una vez más. Forzó ventanas, giró manijas, empujó puertas, todo cerrado como antes, como siempre.

Pensó en romper el cristal de la ventana, pero se dio cuenta de que era demasiado grueso. Sus brazos delgados y débiles apenas podían hacerlo vibrar. Empezó a caminar de un lado a otro, como un animal enjaulado, intentando pensar en algo, cualquier cosa que pudiera ayudarlo. Y entonces recordó el lavadero. Soraya, su madre, siempre decía que debían ahorrar agua. Los días de lluvia, le pedía que llenara cubos en lugar de usar el grifo para limpiar la casa. Era una costumbre suya, una que él conocía bien.

Corrió hacia allí, con el corazón casi saliéndole del pecho al verlo. Había un cubo con agua. Una sonrisa se dibujó en su rostro, quizá la primera en mucho tiempo. Sin pensarlo dos veces, se arrodilló y hundió la cara en el cubo, bebiendo como quien encuentra un río en medio del desierto. El agua estaba tibia, pero era lo mejor que había probado en horas. Era un alivio. Al menos eso, al menos por ahora, lo tenía. Después de beber hasta la última gota, miró hacia abajo y vio algo que lo paralizó por un instante.

Su reflejo, su rostro delgado, sus ojos hundidos, su expresión cansada. Era como si viera a otro niño. Y al mirarse de nuevo, retrocedió en el tiempo. Pero esta vez no fue muy lejos. El recuerdo lo hizo retroceder dos días. Estaba en el lavadero, agarrando el cubo, cuando Soraya se le acercó y le dijo: «No tienes que limpiar la casa hoy, Nicolás». Se sorprendió. Eso no era normal. Siempre había algo que hacer. ¿Por qué?, preguntó.

“¿Por qué nos mudamos?”, respondió Soraya con tono seco. “Muévete”, repitió el niño, confundido. Pedro, su padre, apareció en el pasillo. “Sí, nos vamos a la gran ciudad. Nos espera un apartamento nuevo”, continuó Soraya. “Hoy, en lugar de limpiar, vas a ayudar a empacar todo, a meter las cosas en cajas. Sí. Empieza con la ropa de tu hermana”. Señaló las cajas de cartón que Pedro había dejado en el suelo de la sala y le dio algunas al niño.

Nicolás se emocionó, se le iluminaron los ojos. Corrió a la habitación de Clara. Ella estaba acostada, jugando perezosamente con su celular. A él no le importó. Empezó a doblar los vestidos, las camisas, las faldas. Metió todo con cuidado en las cajas, y ella, por supuesto, no dejaba de quejarse. «No me arrugues el vestido. Cuidado con eso. Presta atención, idiota». Pero Nicolás lo ignoró; solo quería hacerlo todo bien. Estaba abrumado por la emoción. Nunca había salido de esa habitación.

Nunca. Su vida era esa casa, ese patio. La idea de vivir en un apartamento en la gran ciudad parecía un sueño. Allí podría conocer gente nueva, hacer amigos, y quién sabe, quién sabe si me matricularán en la escuela como Clara. Pensó emocionado, pero la verdad era otra. La verdad era que nada de eso iba a pasar. Lejos del chico, Soraya le habló a Pedro en voz baja, casi en un susurro. Entonces, ¿qué vamos a hacer con el mocoso?

Pedro fue directo. Lo dejamos. No hay forma de llevarlo a la ciudad. Será difícil tenerlo encerrado allí. Y si se escapa, y si habla, estamos perdidos. Clara, que pasaba por el pasillo, escuchó parte de la conversación. Así que el pesado de Nico no se va. Soraya se volvió hacia su hija con una sonrisa amable. No, mi amor, no se va. Pero no digas nada de eso. Cállate. Clara frunció el ceño. ¿Y quién va a cuidar la casa? ¿Y quién va a lavar mi ropa?

Pedro respondió como si fuera lo más lógico del mundo. Lo logramos. Le pagamos unas monedas a una anciana necesitada. Pero Nico, no se va. Ya basta de aguantar a ese niño. La crueldad de esas palabras fue tan natural que casi pasó desapercibida. Pero había algo más. Nicolás no era su hijo, ni de sangre. No era hermano de Clara, ni hijo biológico de Soraya, ni mucho menos de Pedro. Y entonces, una vez más, el tiempo cambió.

Pero ahora, a través de los ojos de Soraya, la casa —un poco más vieja, desgastada, con las paredes desconchadas— parecía viva. Y como si lo estuviera, la casa volvió a respirar. En ese instante, ya no era la casa vacía y en ruinas; era otro tiempo, otro escenario. La cocina estaba llena de utensilios de lujo. Ollas importadas brillaban a la luz. La sala de estar lucía un juego de sofás clásico, de esos que parecen sacados de una revista de decoración.

En las paredes, valiosos cuadros decoraban cada rincón. Y el jardín… ah, el jardín parecía botánico, con flores bien cuidadas, arbustos podados y un césped tan verde que parecía pintado. Era prácticamente una mansión en medio del campo, una ostentación aislada del mundo. Pero Soraya no era la dueña de la casa. Estaba allí, sí, pero muy diferente. Joven, con rasgos menos marcados por el tiempo, vestía un sencillo uniforme de sirvienta: un delantal blanco sobre un vestido azul marino, el pelo recogido en un moño pulcro y la mirada atenta a todo lo que la rodeaba.

Con pasos silenciosos, caminó hacia el jardín. Miró a su alrededor, asegurándose de que nadie la viera, y luego sacó su celular del bolsillo de su delantal. Escribió rápidamente e hizo una llamada. “Se van, Pedro. Nuestro futuro está asegurado”, dijo con un tono frío, casi triunfal. Minutos después, un ruido violento rompió el silencio de la tarde. Chirridos de neumáticos, gritos ahogados y luego un estruendo metálico, como un trueno rompiendo el suelo. Un auto había volcado en el barranco cerca de la propiedad.

Pedro, que estaba estacionado cerca en su propio coche, aceleró hacia el lugar del accidente. Frenó a fondo y miró en el asiento trasero, donde la pequeña Clara, de apenas tres años, dormía. Salió del coche y se acercó a los restos. El capó del vehículo volcado estaba destrozado y las ventanas destrozadas. Dentro, un hombre y una mujer yacían muertos, pero no estaban solos. Entre los asientos, un bebé lloraba. Estaba vivo. Sonó el móvil de Pedro. Era Soraya.

Oí el ruido. Murieron, preguntó desde el otro lado de la línea. Sí, respondió Pedro. Pero el bebé, el bebé está vivo. Está llorando. Lo dejo aquí. Dudo que alguien pase por aquí pronto. Si lo dejo, él también morirá. Soraya guardó silencio unos segundos y luego respondió: «No lo dejen ahí. Tráiganlo. Ese bebé podría no servir». Y esa era la verdad. Esa casa nunca les había pertenecido. Perteneció a los verdaderos padres de Nicolás, a quienes amaban al niño, a aquellos Soraya y Pedro que se deshicieron de ellos sin piedad ni remordimientos para tomar lo que les pertenecía.

Se llevaron la casa, las pertenencias, la estructura, la comodidad. Durante años lo disfrutaron todo. Pero ahora, ahora que la casa estaba en mal estado, los muebles viejos, los cuadros vendidos, estaban listos para irse. Pedro seguía dudando. Solo hay un problema. ¿Y si encuentran al niño después? Soraya soltó una risa fría. ¿Y quién crees que va a venir hasta este rincón perdido, Pedro? El nuevo dueño quería hacerlo todo por internet. Para cuando lleguen, ese apestoso Nicolás ya estará muerto.

Su voz sonaba como veneno goteando de sus labios. Y como hemos hecho desaparecer todos sus documentos, como nadie lo ha visto fuera de esta casa, pensarán que solo era un pilluelo, un intruso que entró y se murió de hambre. Y para entonces estaremos lejos. Nadie nos pedirá explicaciones. Así que los que decían ser padres, los que fingían cuidar de Nicolás, prepararon la salida. Con calma, cargaron todo lo que aún les servía en un camión.

Metieron al resto en el coche. A la mañana siguiente, Nicolás despertó lleno de esperanza. Había pasado la noche soñando con la gran ciudad, con la escuela, con una habitación para él solo. Pero cuando abrió los ojos, no había nadie. Ni Pedro, ni Soraya, ni Clara se habían ido. Lo habían dejado atrás. De vuelta al presente, el niño se acurrucó en la soledad de aquella casa que una vez fue escenario de tantas decepciones. Con solo un cubo de agua a su lado, comenzaba a desesperarse.

Intentó por todos los medios encontrar una salida, pero todo estaba bloqueado. Sus fuerzas se agotaban con cada intento. Su cuerpo ya no respondía bien. Y entonces pasaron cinco días. En otra parte del estado, un modesto auto circulaba por caminos de tierra. Al volante iba Héctor, un hombre de unos treinta y pocos años, bien vestido, con una sonrisa serena. No era millonario, pero sí un empresario estable con una vida cómoda. Hablaba animadamente por su celular usando el manos libres.

“No puedo creer que vayas a vivir en ese rincón remoto del mundo”, dijo su hermana, riendo al otro lado de la línea. Héctor también rió. “Necesito un respiro. Pasar unos meses más cerca de la naturaleza, lejos del caos de la ciudad, me sentará bien”. “¿Pero ya has visto esa casa en persona?”, preguntó con recelo. “De verdad que no la compré por internet”. “¿Cómo?”, exclamó. “Compraste una casa por internet, Héctor”. “Tranquilo”, dijo él, riendo.

Vi muchas fotos y videos, lo busqué en Google Maps y el precio era genial. Los dueños anteriores querían mudarse a un lugar más céntrico. “No lo dudé”. “Espero que no sea una estafa”, murmuró. “No te preocupes. Me gusta ese estilo más clásico. La casa está bien construida, solo necesita algunas reparaciones y toda la documentación estaba en regla”. Pero la llamada se cortó enseguida. Héctor había entrado en una zona muerta, colgó el teléfono y se concentró en la carretera.

Condujo unas horas más a través de paisajes rurales hasta que finalmente llegó. Frente a él se alzaba una vasta propiedad, una casa que antaño había sido una auténtica mansión campestre. Ahora parecía abandonada, con ventanas polvorientas, paredes desconchadas y una puerta que crujía con el viento. Aun así, Héctor sonrió. «Va a necesitar una buena reforma», dijo, sacando las llaves del contacto. «Pero voy a convertir esta casa en un hogar». Salió del coche, se alisó el abrigo y caminó hacia la entrada principal, sin imaginar lo que realmente le esperaba dentro.

Pero antes de continuar con nuestra historia y descubrir qué le pasó al pequeño Nicolás, dale a “Me gusta”, suscríbete al canal y activa la campanita de notificaciones. Así, YouTube te avisará cada vez que subamos una nueva historia. Y dime, ¿crees que los niños deberían hacer las tareas del hogar? ¿Sí o no? Cuéntamelo en los comentarios y, ya que estás, dime si prefieres el campo o la ciudad. Marcaré cada comentario con un corazón. Ahora, volvamos a nuestra historia.

Héctor se detuvo un momento frente a la puerta principal de la vieja casa. El silbido del viento entre los árboles creaba una banda sonora extraña e inquietante. Respiró hondo, intentando calmar la ansiedad que lo había dominado desde que había entrado en ese camino de tierra. Metió la mano en el bolsillo y sacó el juego de llaves que había recibido por correo. Las llaves tintinearon entre sus dedos. «Veamos qué tal está dentro», dijo, casi como dándose ánimos.

Giró la llave con cuidado. La antigua cerradura ofreció cierta resistencia antes de ceder con un clic brusco. Héctor empujó la puerta con firmeza, y esta se abrió lentamente, con un crujido fuerte, como protestando ante la posibilidad de dejar entrar a alguien nuevo. Pero lo que encontró dentro no fue exactamente lo que esperaba. El espacio estaba vacío. No había muebles, ni cuadros, ni rastro de vida reciente. Solo el eco de sus pasos llenaba el espacio abandonado. Sin embargo, no era la falta de objetos lo que lo inquietaba.

Era algo más, algo invisible, pero presente. Un peso en el aire, un extraño escalofrío que le recorrió la espalda y le erizó el vello de cada brazo. Se detuvo un segundo y retrocedió un paso, como si su propio cuerpo intentara advertirle instintivamente que algo no andaba bien allí. Esa casa parecía extraña, como si escondiera un secreto. El empresario negó con la cabeza, intentando disipar los oscuros pensamientos. «No te quedes con tonterías, Héctor», murmuró, intentando sonar lógico. «Es solo una casa abandonada; solo necesita una mano de pintura».

Metió el pie derecho y se obligó a caminar, respirando hondo. Continuó explorando el interior de la propiedad: los largos pasillos, las habitaciones vacías, la cocina con sus muebles antiguos. Todo parecía congelado en el tiempo, pero curiosamente no había suciedad, ni escombros, ni siquiera polvo acumulado. Era como si la casa hubiera estado desocupada, pero mantenida con esmero. «Qué raro, se ve limpia», murmuró. «¿Será que los dueños anteriores vinieron a arreglarla antes de irse?». Fue entonces cuando lo oyó.

Un sonido bajo, tenue, casi imperceptible. Un golpeteo ligero, rítmico y constante. Frunció el ceño, intentando identificarlo. Pero ¿qué era? Permaneció en silencio. Estiró el cuello, escuchando. El sonido provenía de una de las habitaciones más allá, al final del pasillo. A medida que se acercaba, el ruido se hacía más claro, más real, como si alguien llamara o intentara llamar la atención. Se detuvo frente a una puerta entreabierta. Se movía ligeramente, balanceándose, como si la brisa la empujara, pero la ventana de la habitación estaba cerrada.

El viento pensó: “¿Será?”. Su corazón empezó a latir más rápido. Un sudor frío apareció en su frente. Lo sintió instintivamente. Algo estaba a punto de suceder, algo que lo cambiaría todo. Con mano temblorosa, abrió lentamente la puerta, y la escena ante ella hizo que el mundo se detuviera. En el suelo, tumbado de lado, yacía un niño tan delgado que se le veían los huesos bajo la piel. Tenía los labios agrietados, los ojos hundidos y apagados, y el cuerpo le temblaba ligeramente.

Era él quien golpeaba la puerta con la débil palma de su mano. Héctor se llevó la mano a la boca. «Dios mío, Dios mío, Dios santo», dijo conmocionado. El chico giró la cara con dificultad. Sus ojos llorosos lo miraron fijamente. La voz salió débil, un susurro que apenas parecía un aliento de vida. «Ayúdenme, por favor, ayúdenme». Héctor se quedó paralizado por un segundo. Un millón de preguntas invadieron su mente. ¿Quién era ese chico?

¿Por qué estaba allí? ¿Cómo pudo alguien dejarlo solo en ese estado? Pero no podía perder el tiempo. Dio media vuelta y corrió por la casa. Sus pasos resonaban como truenos en los pasillos vacíos. Desde su habitación, Nicolás lo vio alejarse por la rendija de la puerta, escuchando el eco de su carrera. Las lágrimas corrían por sus mejillas secas. Él también me abandonó, pensó, con el pecho ardiendo de dolor. Igual que los demás. Su cuerpo ya no respondía; apenas podía mover los dedos.

Tenía la cabeza pesada y le dolía el estómago. Sentía que su destino estaba sellado. Estaba listo para cerrar los ojos y no despertar jamás. Pero entonces, unos pasos rápidos y firmes regresaban a la habitación. Héctor había regresado. Traía una botella de agua, algo de fruta y un saco de dormir. Había traído todo lo que pudo del coche. Se había preparado para pasar varios días en esa casa. Por eso el maletero estaba lleno de equipo de supervivencia.

Pero nunca imaginó, ni en sus peores pesadillas, que encontraría a un niño casi sin vida dentro. Nicolás levantó la vista y, al ver acercarse al hombre, sintió una tímida calidez en el pecho, y aunque débil, sonrió. Una sonrisa tenue, pero que lo decía todo. Héctor se agachó rápidamente, extendió el saco de dormir en el suelo y recogió con cuidado al niño. Se le encogió el corazón al sentir lo ligero que era ese cuerpo. «Eres como un hilo», pensó, asustado por la fragilidad del niño en sus brazos.

Acostó a Nicolás en el saco de dormir, abrió la botella y se la llevó a la boca. «Despacio, despacio», dijo mientras bebía con desesperación. «Todo va a estar bien. Voy a ayudarte». Nicolás se atragantó un poco con el agua, pero pronto se estabilizó. Héctor cortó un trocito de manzana y se lo ofreció. «Come despacio. Tómalo con calma, campeón». Nicolás tomó el trozo con dificultad, masticándolo lentamente. El dulce sabor de la manzana le llenó la boca como un milagro.

Aquello no era solo comida, era vida. Era imposible recordar la última vez que había probado algo así. Desde pequeño, la fruta y la buena comida nunca fueron lo suyo. Clara comía, él observaba. Y ahora, después de cinco días sin llevarse nada a la boca, ese trozo de manzana era una bendición. Nicolás miró a Héctor con los ojos brillantes. Su voz salió baja, pero llena de emoción. Gracias. Héctor tragó saliva con dificultad. Estarás bien, te lo prometo. Héctor permaneció al lado del niño, todavía conmocionado por todo lo sucedido.

Mientras lo ayudaba a comer, miró por la ventana y vio cómo el cielo cambiaba de color. El sol estaba a punto de ocultarse en el horizonte, tiñendo el cielo de naranja y rojizo. El empresario consideró seriamente tomar el coche y llevar al niño directamente a un hospital, pero conocía bien la zona. El hospital más cercano estaba a horas de distancia, y además estaba agotado por el largo viaje. Conducir de vuelta en ese estado sería arriesgado.

Vamos a tener que pasar la noche aquí, pero tranquilos, hay agua, comida, mantas calentitas, todo va a salir bien, dijo, intentando transmitir seguridad. Nicolás, con los ojos aún pesados ​​y el cuerpo débil, solo respondió en voz baja: «Gracias». Fue la única palabra que pudo repetir, la única que conocía para expresar esa mezcla de alivio, sorpresa y esperanza. La gratitud fluyó de su boca sin filtro, aunque aún no podía creer lo que estaba pasando. Héctor pasó los siguientes minutos descargando todo del coche.

Trajo más mantas, linternas, comida enlatada, la pequeña estufa portátil y otros artículos. Creó un rincón acogedor para Nicolás en la habitación menos húmeda de la casa, improvisando una especie de refugio. Estaba decidido a no dejar que el niño pasara otra noche con hambre, frío o miedo. Con el estómago un poco más lleno y un poco más de fuerza, Nicolás levantó la cabeza y miró al hombre con curiosidad. “¿Por qué? ¿Por qué me ayudas?”, preguntó con voz ronca.

Héctor sonrió al sentarse a su lado. “¿Por qué es lo correcto? Un niño como tú necesita cuidados”. El niño parpadeó lentamente. No entendía bien qué significaba la palabra “cuidado”. Soraya y Pedro decían que lo cuidaban, pero lo que hacían era todo lo contrario. Usaban ese término para justificar gritos, castigos, violencia y privaciones. Pasaron unas horas. El cielo se oscureció por completo. Nicolás comió poco a poco, despacio, hasta que logró sentarse con más firmeza. Su expresión era de cansancio, pero había una chispa diferente en sus ojos, una chispa que no se había encendido en mucho tiempo.

Héctor preparó un rincón limpio de la casa y preparó allí un lugar para dormir. Colocó allí a Nicolás y, sin moverse, se acostó al otro lado para que el niño se sintiera seguro. Esa fue la primera noche en mucho tiempo que el pequeño durmió sin miedo. A la mañana siguiente, el sol iluminó suavemente el campo circundante. Nicolás despertó sintiendo una ligereza en el cuerpo que le había parecido imposible el día anterior. Sus ojos, aún pequeños, se abrieron lentamente.

Miró a su alrededor, desconcertado por el silencio, pero entonces lo olió. Un aroma delicioso llegaba del exterior. Salió con cautela al jardín y vio al hombre que lo había salvado preparando el desayuno sobre una manta extendida sobre el césped. Había pan, fruta, un termo de leche caliente e incluso un tarro de mermelada. Nicolás se quedó allí, observando. Su cuerpo reaccionó con hambre, pero su mente se estaba apagando. Nunca lo habían invitado a una mesa. Nunca le habían permitido sentarse junto a Pedro, Soraya o Clara.

Siempre comía de pie, a escondidas, en un rincón de la cocina, o agazapado en la sala. Héctor notó la mirada insegura del niño y sonrió. «Ven a comer conmigo. Lo preparé para nosotros», dijo con naturalidad. Nicolás no aguantó más. Corrió hacia él, le echó los brazos al cuello y rompió a llorar. «Gracias, gracias», repitió con la voz entrecortada mientras se recostaba sobre el pecho del hombre. El empresario le acarició el pelo y respondió con ternura: «Ya le has agradecido bastante, ahora es hora de disfrutar». Se sentaron juntos en el césped.

Nicolás comía despacio, intentando saborear cada bocado. Era como descubrir una nueva dimensión de la vida. Mientras comía, Héctor lo observaba, esperando el momento oportuno para hablar de algo importante. «Después del desayuno, vamos a la ciudad. Quiero llevarte al hospital para ver si estás bien y también necesito encontrar a tu familia», dijo con calma. El efecto fue inmediato. Nicolás se encogió de hombros, miró hacia otro lado y retrocedió un poco. El pánico se reflejó en su rostro.

Héctor se sorprendió. “¿No quieres ver a tu familia?”, preguntó. “¿Fueron ellos quienes te dejaron aquí así?”. Nicholas no dijo nada de inmediato. Sus ojos se llenaron de lágrimas y luego asintió lentamente. Héctor respiró hondo, se arrodilló junto al niño y, en voz baja y firme, dijo: “Puedes confiar en mí. Estoy aquí para protegerte y nadie volverá a hacerte daño. ¿Me oyes? Pero para eso, necesito saber qué pasó”. Nicholas lo miró a los ojos.

Por primera vez, vio firmeza, sin aspereza, fuerza, sin violencia, y entonces empezó a hablar. Contó cómo vivía encerrado en casa, cómo nunca había ido a la escuela, cómo siempre dormía en el sofá, con hambre y frío. Relató castigos, humillaciones, platos separados, la indiferencia de Clara, los gritos de Pedro, las órdenes crueles de Soraya. Habló de todo, y cada palabra cortaba a Héctor como una navaja. El empresario escuchó en silencio. Cuando el niño terminó, le sujetó suavemente la barbilla y levantó su carita.

Nadie más te va a hacer daño. No mientras yo esté aquí. Te lo prometo. Esa gente no se te volverá a acercar. El chico asintió con entusiasmo. Entonces, Héctor sugirió: «Vamos a recoger algunas cosas. Dejé algunas en la habitación y luego iremos al pueblo. Seguro que te gustará». Nicholas sonrió tímidamente y siguió al hombre. Pero al volver a entrar en la casa, ocurrió algo inesperado. Al atravesar la vieja habitación, Héctor tropezó con una tabla suelta del suelo.

El trozo de madera estaba ligeramente levantado, desalineado con el resto del piso. “¡Uy!”, exclamó el hombre, agachándose para examinarlo. Nicolás miró y dijo: “Mi mamá siempre le pedía a mi papá que lo arreglara, pero nunca lo hizo”. Héctor pasó la mano por la madera y notó que se movía de forma extraña. Curioso, tiró suavemente de ella, y entonces el piso se abrió. Una entrada secreta apareció debajo del piso, un espacio oscuro con un pozo que descendía directamente debajo de la casa.

Héctor estaba perplejo. Hay algo ahí abajo. Nicolás se acercó con los ojos muy abiertos. Eso, eso siempre estaba ahí. Héctor lo miró. ¿No conocías este lugar? El chico miró a Héctor con los ojos muy abiertos y negó con la cabeza. “Nadie sabía de esto”, preguntó el empresario, asombrado. Nicolás simplemente repitió el gesto, indicando que no. Sin perder tiempo, Héctor sacó del bolsillo una pequeña linterna que formaba parte de su equipo de acampada. Se arrodilló en el suelo y alumbró la abertura.

Voy a bajar. ¿Vienes?, preguntó, mirando al chico con seriedad. Nicolás dudó. En su interior, sentía una mezcla de miedo y curiosidad. Ese lugar había sido su hogar toda la vida, y sin embargo, no tenía ni idea de que hubiera algo oculto allí abajo. Respiró hondo, se tragó la incertidumbre y asintió. Bajaron con cuidado por la abertura. Estaba oscuro, pero la linterna de Héctor iluminó lo justo para revelar los límites de una habitación secreta.

Cuando finalmente pusieron un pie allí, ambos se quedaron paralizados. Era como si el tiempo se hubiera detenido. La sala subterránea estaba llena de objetos relucientes. Varios cuadros cubiertos con plástico protector estaban apoyados contra las paredes. Héctor reconoció algunos de inmediato. Eran pinturas antiguas e invaluables que solo había visto en catálogos o museos. Además de los cuadros, la platería relucía a la luz de la linterna. Joyas cuidadosamente guardadas en estuches acolchados, piedras preciosas y lingotes de oro.

“¡Dios mío, esto vale una fortuna!”, exclamó el empresario, llevándose la mano a la boca con total asombro. Nicolás no podía apartar la vista de aquella escena. Era como estar ante un mundo que jamás imaginó que existiera. Y al mismo tiempo, todo eso había estado allí, justo debajo de donde había dormido tantas noches en el sofá de la sala. Caminaron despacio, observando cada detalle. En un rincón de la habitación, Héctor encontró una vieja estantería de madera, y allí, entre objetos polvorientos, había un portarretratos con una fotografía.

Era una foto de una pareja sonriente frente a esa misma casa, pero restaurada, hermosa, llena de vida. La mujer sostenía a un bebé en brazos. Los tres parecían felices. Nicolás se acercó y los miró fijamente. Sintió algo en el pecho, un escalofrío. Esa imagen lo conmovió, como si fuera parte de él. Justo al lado de la foto había un viejo cuaderno encuadernado en cuero, desgastado por el tiempo. Héctor lo abrió con cuidado. Era un diario con letra de mujer.

Empezó a leer en voz alta, sosteniendo la linterna sobre el hombro. Hoy es uno de los días más felices de mi vida. Descubrimos que vamos a tener un hijo. Lo llamaremos Nicolás en honor a mi padre. Nicolás, inmóvil, abrió mucho los ojos. Héctor continuó. El diario hablaba del embarazo, el nacimiento del bebé y la vida feliz en esa casa. La mujer relató los detalles de la llegada de los nuevos empleados: Soraya, la nueva criada, con su hija Clara, y Pedro, el jardinero.

El silencio que siguió a la lectura fue denso. Nicolás no dijo nada de inmediato, pero la verdad le asaltó con una claridad penetrante. Esas personas —Pedro, Soraya, Clara— no eran su familia. Le habían robado todo, incluso sus orígenes. «Me lo quitaron todo», susurró Nicolás con la voz quebrada. Héctor cerró el diario lentamente, con expresión seria. «Tenemos que ir a la policía ahora». Sin perder tiempo, ayudó a Nicolás a subir. En cuanto salieron de la casa, el empresario llamó a su hermana mientras conducían hacia la ciudad.

Con el altavoz encendido, le contó todo lo que había descubierto. Al otro lado de la línea, la mujer reaccionó horrorizada, sin poder creerlo. «Ese niño necesita ayuda urgente. Tienes que denunciar a esos monstruos, Héctor». Mientras tanto, en la misma ciudad a la que Héctor se dirigía con Nicolás, en un pequeño y estrecho apartamento, Soraya se quejaba a gritos desde la cocina. «Dios mío, cuántos platos. No doy abasto; me hice la manicura hoy. ¿Cómo voy a lavar todo esto?».

—gritó Clara, irritada. Clara apareció con el móvil en la mano, deteniéndose en la puerta de la cocina. Al ver el estado del fregadero, puso los ojos en blanco. Ay, mamá, no voy a lavar nada, ni siquiera sé cómo hacerlo. Y fue idea tuya dejar atrás a ese mocoso de Nicolás. Al menos sirvió para esto. Pedro apareció desde la sala, dirigiéndose al refrigerador. Ni me mires. Ya me da rabia tener que levantarme a buscar mi cerveza.

Soraya resopló. «Necesitamos contratar una empleada doméstica urgentemente», refunfuñó Pedro. «¿Y con qué dinero, mujer? Aquí el alquiler no es barato. Y si gastamos lo que queda de la venta de esa casa vieja, nos arruinaremos. Esa casa se estaba cayendo a pedazos. Ni siquiera conseguimos un buen precio. Pero vamos a tener que encontrar una solución. No puedes vivir así», replicó Soraya, cruzándose de brazos. Pedro pensó un momento y murmuró: «Quizás podamos dar otro golpe».

Hay muchos viejos tontos en este pueblo. Quizás consigamos trabajo con algún millonario. Volvamos a ser empleados. Jamás, gritó la mujer indignada. «Yo tampoco quiero volver a cortar el césped», respondió Pedro. «Pero si es poco tiempo, podemos engañar a alguien. Mientras tanto, Clara tendrá que ayudar con las tareas. No hay otra opción. Soy hombre. Ese tipo de trabajo no es para mí». Antes de que la discusión se acalorara más, Clara, que se había escabullido para no lavar los platos, gritó desde la sala.

Papá, mamá, vengan, es urgente. Los dos corrieron. Al entrar en la sala, palidecieron al ver la imagen en la televisión. En las noticias, el periodista hablaba con seriedad. Un niño fue encontrado en estado deplorable dentro de una vieja propiedad rural. Estaba solo y desnutrido. Lo más impactante fue que se descubrió una fortuna estimada en más de 100 millones de dólares escondida en una habitación subterránea secreta de la casa.

La fortuna estaba escondida bajo una tabla suelta del suelo. Pedro abrió los ojos. Se quedó boquiabierto. Millones de dólares. ¿Dónde estaba todo eso? Como si el periodista le respondiera directamente, la historia continuó. La policía confirmó que la habitación secreta estaba protegida por una estructura oculta camuflada con tablas. El niño, identificado como Nicolás, fue trasladado a un hospital y se encuentra estable. Mientras tanto, toda la fortuna se encuentra bajo protección oficial hasta que los tribunales determinen su destino legal.

Soraya se golpeó la frente. «Idiota, te dije que arreglaras esa pizarra. Si lo hubieras hecho, ya seríamos multimillonarios. Siempre supe que esos miserables padres de Nicolás tenían más dinero del que dejaban ver. Esos cuartitos en la pared eran solo una farsa para engañar a los tontos, y nos engañaron a nosotros. El dinero de verdad estuvo justo debajo de nuestros pies todos estos años». La pareja empezó a discutir acaloradamente, intercambiando acusaciones, gritos e insultos. Pero Clara, que había estado observando todo en silencio, se giró, con los ojos encendidos de codicia, y luego gritó con impaciencia.

Basta. Si esa fortuna estaba en nuestra casa, entonces es nuestra. Soraya se detuvo un momento, pensativa, y luego asintió con firmeza. Eso es. Esa fortuna es nuestra, dijo con los ojos abiertos y llenos de ambición. Pedro seguía dudando. ¿Y ahora qué hacemos?, preguntó, como esperando una orden. Soraya fue directa, con el rostro serio y la voz firme. Vamos al hospital. Recuperaremos a nuestro hijito y luego cancelaremos la venta de la casa. Todo eso nos pertenece por derecho.

Mientras tanto, en el hospital de la ciudad, Nicolás se recuperaba sorprendentemente bien. Su rostro, antes demacrado, recuperaba la palidez. Su expresión seguía triste, pero ya no desesperanzada. Había comido, dormido bien y recibía atención médica. Aun así, en el fondo, el niño cargaba con el peso de una infancia reciente y cruel. Héctor siempre estaba a su lado, cuidándolo con cariño, preguntándole cómo se sentía y asegurándose de estar ahí en todo momento. Cuando Nicolás lloraba, le sostenía la mano.

Cuando el niño se callaba, respetaba el silencio. Era una presencia constante que transmitía seguridad. En uno de esos momentos de calma, Nicolás miró a Héctor con lágrimas en los ojos y le preguntó en voz baja: «Si no son mis padres y mis verdaderos padres ya no están, ¿quieres ser mi nuevo papá?». Héctor se quedó paralizado. La pregunta lo atravesó como una flecha en el corazón. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Pero antes de que pudiera decir nada, un ruido en la recepción interrumpió el momento.

Puertas se abrieron de golpe, voces, gritos. Era Soraya, seguida de Pedro y Clara, entrando como una tropa desordenada. “¿Dónde está mi bebé?”, gritó Soraya con una voz dramática y falsa. “Vine a buscar a mi querido niñito, mi amorcito”. Pedro lo siguió de cerca, con el mismo tono teatral. “¿Dónde está mi hijo, nuestro Nicolás? Tenemos que protegerlo”. Clara, como una hermana cariñosa, sacudió una caja de lápices de colores en sus manos. “Hermanito, mira, traje lápices”.

Podemos dibujar juntos, ¿recuerdas? En la habitación, Nicolás oyó las voces y palideció. Le temblaba el cuerpo. Se aferró a la sábana con fuerza. «Son ellos. Vinieron por mí. Me van a pegar», susurró presa del pánico. Héctor se agachó firmemente junto al chico y le puso la mano en el hombro. «Nadie te va a hacer daño, Nicolás. Te lo prometí y lo voy a cumplir». Se levantó con determinación y salió de la habitación. En el pasillo, Pedro lo reconoció al instante.

Había visto su foto en las noticias. Se acercó con una sonrisa falsa. «Así que eres tú», dijo Pedro, intentando sonar amable. «Mira, amigo, todo fue un malentendido. Te devolveremos el dinero, cancelaremos la venta de la casa y nos llevaremos a nuestro querido niño. Se perdió en el bosque». Soraya lo apoyó. «Sí. Y como encontraste a nuestro querido niño, incluso estamos pensando en darte una recompensa. Cuando volvamos a casa, claro, para cuidar de nuestra fortuna».

Mientras hablaban, Nicolás apareció detrás de Héctor, escondiéndose tímidamente tras sus piernas. Los miró a los tres con terror. Pedro y Soraya, fingiendo ternura, extendieron los brazos. «Ven con mamá, mi amor. Hijo, ya está todo bien. Ven con nosotros», añadió Pedro. Héctor, tranquilo, se giró hacia el comisario que seguía el caso. El comisario preguntó: «¿Son ustedes Soraya y Pedro?». Ambos asintieron con seguridad. Clara completó: «Soy su hermana. Se llama Nicolás». Pedro ya les estaba avisando.

Dennos la llave de la casa. Ahora que todo ha vuelto a la normalidad, cuidemos nuestro tesoro. Pero fue en ese preciso momento que el comisario levantó la mano y dijo en voz alta: «Oficiales, espósenlos a ambos y lleven a la niña a un albergue». El trío se quedó paralizado. «¿Qué?», gritó Soraya. «Esto es un error». Pedro se retorció. «Nosotros lo criamos, lo cuidamos. Somos sus padres y dueños de esa casa, de esa fortuna».

El comisario fue firme. Te arrestan por maltrato infantil, intento de asesinato, falsedad ideológica, robo y homicidio. Abandonaste a esta niña para que muriera. Lo único que te quedará ahora es un viejo uniforme de prisión. Héctor, mirando directamente a Pedro y Soraya a los ojos, habló con firmeza. Todos tus crímenes fueron descubiertos. Ahora te pudrirás en la cárcel. Clara intentó resistirse. Soy menor de edad. No puedes arrestarme. El comisario la corrigió. Como dije, irás a una casa de acogida, y allí aprenderás lo que es la vida real.

Soraya gritaba mientras forcejeaba en los brazos de los oficiales. Pedro maldecía, intentando soltarse. Clara lloraba como nunca, pero fue en vano. Los tres, ambos adultos, fueron llevados directamente a la cárcel. Clara, sin privilegios, fue llevada a un albergue donde, por primera vez, tendría que lavar su propia ropa y fregar sus propios platos. Días después, el hospital quedó en silencio. Nicolás se incorporó en la cama, mirando por la ventana. Héctor se sentó a su lado y, con una sonrisa serena, respondió a la pregunta que había quedado en el aire.

Sí, Nicolás, quiero ser tu papá. El niño sonrió, y esa sonrisa fue como un sol naciente en el pecho de Héctor. La investigación lo confirmó todo. Nicolás era el heredero legítimo de la fortuna escondida en la casa. Aparecieron los documentos originales. Todo quedó a su nombre y se mantuvo a buen recaudo hasta que cumplió la mayoría de edad. Héctor no tocó ni un centavo. Su propio dinero les bastó para una buena vida. Regresaron a la vieja casa, pero esta vez con nuevos ojos.

Lo renovaron por completo. Pintaron las paredes, restauraron el jardín. Ese lugar, que antes albergaba miedo y silencio, ahora vibraba de amor, vida y calidez. Nicolás ya no era el niño flacucho y aburrido. Empezó a ganar peso, a sonreír más y a dormir tranquilo. Por primera vez, tenía un verdadero hogar. Con el tiempo, Héctor conoció a una maestra que se convirtió no solo en su compañera, sino también en una madre amorosa para Nicolás. El niño, aunque nunca había ido a la escuela, demostró ser un genio.

Aprendió todo rápido. Cautivaba a los profesores y años después, con esfuerzo y dedicación, se convirtió en médica. Clara, en cambio, rechazó toda oportunidad de cambiar al salir del centro. Se juntó con gente indeseada, cometió delitos y acabó en prisión. Terminó entre rejas, donde, irónicamente, se reencontró con su madre, Soraya, ya anciana, enferma, destrozada por dentro y por fuera, porque al final, la justicia puede tardar, pero siempre llega. Y como dice el refrán, quien hace el mal, paga.

Hãy bình luận đầu tiên

Để lại một phản hồi

Thư điện tử của bạn sẽ không được hiện thị công khai.


*