Durante el funeral de su padre, una niña miró el ataúd y gritó que papá

Mientras el aire a su alrededor parecía volverse más denso por la tensión. La proclamación de la niña, inocente pero inquietante, persistió en la mente de todos los presentes. Su madre, con los ojos rojos e hinchados por el llanto, se arrodilló junto a su hija, intentando consolarla con un suave abrazo. Sin embargo, la insistencia de la niña había provocado un murmullo entre la multitud: curiosidad mezclada con miedo.

El director de la funeraria, percibiendo la inquietud, dudó antes de acercarse al ataúd; su semblante profesional dio paso a una palpable incertidumbre. Intercambió una mirada con el sacerdote, quien asintió casi imperceptiblemente; ambos reconocieron la inusual situación del momento. Con la sala en vilo y las palabras de la niña resonando, el director de la funeraria se acercó con cautela al ataúd.

“Quizás sea mejor si…”, empezó, pero su voz se fue apagando, ahogada por los susurros cada vez más intensos y la insistencia de la niña en que su padre simplemente dormía. Su pequeña mano aún descansaba donde le había tocado la mejilla, su rostro surcado de lágrimas se volvió hacia él con una expresión de fe inquebrantable.

En ese momento, una repentina exclamación recorrió a la multitud al tiempo que un sonido débil, casi imperceptible, emanaba del interior del ataúd: un suave crujido, un sutil movimiento. Quienes estaban más cerca del ataúd retrocedieron instintivamente, con los ojos abiertos de par en par por la incredulidad. El director de la funeraria dudó, con la mano suspendida sobre la madera pulida, como si dudara si debía continuar.

“¿Papá?”, volvió a llamar la niña, con la voz más suave, teñida de esperanza y miedo. Su madre la acercó un poco más, con su propia confusión y temor reflejados en sus ojos.

Había que tomar una decisión. El director de la funeraria, con manos temblorosas y el corazón latiendo con fuerza, agarró el borde de la tapa del ataúd. Se detuvo y echó una última mirada a los dolientes reunidos, que observaban con la respiración contenida. El aire estaba cargado de expectación; la sala estaba inquietantemente silenciosa, salvo por el suave crujido de la tela dentro del ataúd.

Con una respiración profunda, levantó la tapa, revelando lo que yacía debajo. Un jadeo colectivo resonó por el pasillo, seguido de algunos gritos ahogados. Allí, dentro del ataúd, los ojos del joven se abrieron de golpe, parpadeando ante la repentina oleada de luz. Parecía confundido, desorientado, como si despertara de un sueño profundo.

La sala se sumió en el caos: un torbellino de emociones, exclamaciones de asombro mezcladas con gritos de alegría e incredulidad. La madre de la niña la abrazó con fuerza, con lágrimas que brotaban de nuevo, pero ahora mezcladas con alivio y asombro. El sacerdote, recobrando la compostura, se adelantó para ayudarla, pronunciando bendiciones y oraciones de agradecimiento.

El joven, aún tendido en el ataúd, observaba los rostros que lo rodeaban, desconcertado pero innegablemente vivo. Era un milagro, un acontecimiento inexplicable, pero recibido con el corazón abierto. El funeral se transformó en una celebración, un testimonio de amor, vida y el vínculo inquebrantable entre padre e hija; un vínculo que, contra todo pronóstico, había desafiado la esencia misma de la muerte.

Hãy bình luận đầu tiên

Để lại một phản hồi

Thư điện tử của bạn sẽ không được hiện thị công khai.


*